Archivo de la etiqueta: amor

Aniversarios

 

Hace tres años el cielo de Madrid estaba así. Yo tenía fiebre, como estos días, y el chico que me gustaba en aquel momento se empeñó en ir a buscarme al trabajo para hacerme la tarde más fácil.

Aquel día yo llevaba un jersey de cebra. El jersey más feo que he tenido jamás. Y, debajo de ese jersey, llevaba una camiseta con un gato con tachuelas y brillantes. Tenía cara de gripe (los eneros siempre los he llevado regular a nivel inmunológico) y de nada sirvieron mis intentos por arreglarme (no había quien arreglara aquello). Tampoco sirvieron de nada mis excusas para que no viniera a buscarme. Acepté su propuesta a sabiendas de que, después de esa tarde, no querría saber nada más de mí.

Del trabajo me llevó a la otra punta de Madrid, a mi sesión semanal para vencer los miedos de los chicos malos. Tras eso, me llevó a otra de las puntas a la presentación de un libro de Semiótica a la que me había comprometido a ir. Y, tras eso, me tomé un paracetamol y nos fuimos casi una punta más allá porque quería invitarle a unos mojitos para agradecerle que hubiera hecho las veces de mi chófer particular durante toda la tarde.

Nos tomamos dos mojitos y yo, entre el alcohol y el paracetamol, me puse como Las Grecas. Me partía de risa. Al final invitó él, también a cenar, y sobrellevó con estoicismo que me quedara solo con mi camiseta fea del gato cuando me subieron el alcohol y la fiebre a partes iguales. Podría haber salido corriendo, porque aquella camiseta era realmente horrible, pero me quedaba tan bien, dijo en su momento, que se quedó.

De allí me llevó a otra punta más de Madrid, a la puerta de mi casa. Y yo me despedí con un beso que iba dirigido en un principio a la mejilla, pero que no sé cómo, se desvió. No pude controlarlo. Mil justificaciones puse. Todavía me toma el pelo por aquello.

Hoy hace tres años de aquel día. Yo sigo con fiebre. Él sigue gustándome, cuidándome y haciéndome la vida más fácil. El cielo de Madrid sigue despejado con algunas nubes. Los miedos de los chicos malos han desaparecido. Sigo partiéndome de risa con él. Ya no busco excusas para darle un beso.

 

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Réquiem por La Puerta 10

Mis vecinos se han separado. ¿Recordáis a los protagonistas de La Puerta 10? Ya no están juntos. Lo supe hace quince días cuando volví de pasar tres semanas en casa de mis padres. Ya no olía a porro en el rellano (en las últimas semanas alguno de ellos se había encomendado a la marihuana) y ahora la única puerta que no tenía felpudo era la suya. Me lo habían regalado.

Miré el felpudo a los pies de mi portal y miré el suelo desnudo a los pies del suyo intermitentemente. Por un momento pensé qué les habría llevado a dejarme ese regalo. ¿Querrían que me limpiara los pies antes de entrar en casa y dejar fuera los demonios que ellos no pudieron evitar que se colaran en la suya? Podría ser una buena metáfora. De ser así sería un regalo magnífico.

Cuando me fui a pasar esos días a casa de mis padres la vida al otro lado de la pared de mi dormitorio estaba en paliativos. Casi no oía sus conversaciones, tampoco sus discusiones. En cuanto a las reconciliaciones, hacía tiempo que ya no traspasaban el tabique. Intuyo que habían llegado a una tregua: nada de portazos, nada de insultos, nada de nada. Tan solo un: «Vas muy guapa» que robé a su intimidad, a través de la mirilla, un día mientras esperaban el ascensor.

Anoche, cuando fui a abrir el buzón, vi que en el de ellos ya no estaba su nombre. Estaba abierto. Levanté la tapa y ahí yacían todas las cartas, esas que todavía seguirán llegando hasta que formalicen su ruptura sentimental con la compañía telefónica, con el banco… Cuando dejé caer la tapa tuve una sensación similar a la que, supongo, debe tenerse al enterrar a alguien tras mucho sufrimiento, algo parecido a un: ya han descansado.

Espero que os vaya bien y seáis más felices separados que juntos.

PD. Mientras escribía este post anoche, al otro lado del tabique, en la puerta 12, estaban tocando una canción preciosa. Mi otro vecino cantaba de fondo.

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Quiero enamorarme

-He decidido romper con todo -me dijo

-Romper con todo es bueno

-No estoy seguro

Para celebrarlo hizo una fiesta a la que invitó a todos sus amigos. Llegué y no había ningún conocido más allá de una chica que no recordaba mi cara, aunque yo sí la suya. Llevaba un bebé en brazos.

Unos minutos después apareció otra chica. Creí recordarla, pero tras hacer un recorrido rápido por el tiempo que pasamos juntos, no conseguí situarla en ningún lugar.

Continué degustando el vino que me habían servido y, mientras estaba charlando con un desconocido,  de profesión traductor, sobre la situación actual de los periodistas, la mano de mi amigo se posó en mi hombro. Acercándose por detrás a mi oído, en un susurro me dijo:

-¿Recuerdas a esa chica que me hizo tanto daño?

-Sí.

-Ahí está. ¡Pégale!

Claro, era ella. Tenía frente a mí, por primera vez, a la chica que le causó el daño que yo intenté curar unos años atrás sin demasiado éxito. La misma que le despertó unos sentimientos que yo intenté despertarle, también sin demasiado éxito. Estaba con su ahora marido.

-Quiero enamorarme -me dijo entre la algarabía de los invitados.

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Aniversarios

Tal día como hoy, hace nueve años, cuando se cumplían 37 de la muerte de John Steinbeck, envié un correo con el siguiente asunto: «Sin ánimo de recibir respuesta». Al día siguiente, sobre las once de la mañana, creo recordar, llegó la respuesta bajo el asunto: «Con ánimo de contestar».

Fue el primer punto de un textum con el que íbamos a tejer un lazo indestructible, pero todavía no lo sabíamos. Lo supimos once días después, un 31 de diciembre de 2005, alrededor de las ocho de la tarde. Sonaba Rusalka, de Dvořák.

Ya no hemos vuelto a ser los mismos.

Σ’αγαπο.

sagapo

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El vacío de mi cama

Ayer hablaba con un amigo de cómo nos trata la vida. Estábamos en el Pepe Botella, un conocido bar de Madrid. Entre él y yo se interponía un café con leche y un Brugal con Cola en sus últimas voluntades. Estábamos en un rincón, en el «reservado», con la penumbra que dan unas paredes ciruela y la solemnidad de un gran espejo antiguo.

Comenzamos a hablar, entre otras cosas, del amor, de la lealtad, de la fidelidad… De qué esperamos del otro. En un arranque de romanticismo desangelado, acompañado de desencanto y algún sueño, le dije:

-Yo lo que quiero un amor para siempre. Eso que dice Revólver en Eso de saber. Dice: «Eso de saber que cada arruga de tu cara es cosa mía». Eso quiero. Saber que estamos «creciéndonos». No quiero un analfabeto emocional, quiero alguien que sea capaz de llorar con un poema si le apetece llorar. Y que no tenga faltas de ortografía, claro, y le ponga la tilde a «sólo« y a «éste, ésta…».

-¡Eso es muy importante! ¡Pronombres demostrativos siempre llevarán tilde!

Seguimos hablando, aparecieron nuevos temas. Cada noche duermo acompañada por el vacío de mi cama, le dije con un impostado tono de melodrama. Es una cama de 1.50 m. y sólo ocupo los 30 centímetros escasos del ancho de mi cuerpo. De hecho, mi colchón no es demasiado bueno y se ha llegado a formar un hueco con mi silueta. Dormir en cualquier lado de la cama me resulta extraño porque el colchón está más duro, sin pecar. Es más, conforme avanza el tiempo, el vacío de mi cama ocupa un espacio mayor. Tanto es así que, en ocasiones, me caigo, confesé mientras él se tronchaba en mi cara.

Sí, es así, le dije. Con 33 años todavía me caigo a veces de la cama. Creo que es por eso, por culpa el vacío, que la está colonizando, incidí.

-¿Tienes una almohada o dos? -preguntó.

-Tengo dos.

-Prueba a dormir en la parte del vacío y atravesar una en medio.

-Claro, como los niños, ¿no?

No es necesario. Desde hace tiempo hago otra cosa, confesé. Suelo dejar el libro que estoy leyendo en ese momento al otro lado de la cama. Si leo a Nietzsche, cierro el libro y lo dejo ahí. Porque es absurdo que, con tanto espacio, deje el libro en la mesilla.

-¿Nietzsche? ¿No tienes otra cosa más triste? -me dijo entre risas.

-Bueno, depende del día, a veces dejo a Hannah Arendt, que tengo un libro con unas entrevistas maravillosas que leo de vez en cuando. Pero llevo un par de noches durmiendo con Philip Roth. Me encanta… Estoy leyendo El animal moribundo, te lo recomiendo.

-Creo que deberías extenderte y ocupar toda la cama -sugirió.

-Sí, puede ser. De hecho, estoy pensando que, si me voy al otro lado, tengo que dar muchas vueltas y… se reducen las posibilidades de caerme.

-Sí. Es una opción. Eso te da para un post que se titule así: «El vacío de mi cama».

-Pues sí. ¿Has acabado la copa?

-Sí, ya no da pa´más -dijo mirando los hielos y viendo que la licuación se había impuesto.

-¿Puedo cogerte la rodaja de naranja? Me gusta comerme las rodajas de las naranjas y los limones de las copas.

-Sí, claro.

Y, mientras tanto, resuelto el tema logístico del vacío de mi cama y habiendo dado buena cuenta de la rodaja de naranja en Brugal con Cola, seguimos hablando del amor y otras cosas que nada tienen que ver con ello.

 

Dedicado a Ángel Calleja, que otra tarde, en tercero de carrera, antes de una clase con Fuentes, me dijo con su tono de sorna: «¿No crees que ya eres mayor para leer Madame Bovary? Deberías haberla leído antes…».

 

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El baile

En medio del silencio

aprendí a bailar,

y ahora todos quieren bailar conmigo

porque creen que hay música.

 

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Un día nublado

Tememos a los dioses que nosotros mismos hemos creado. Los adoramos, seguimos sus reglas, les pedimos perdón…

Tememos a los monstruos que alimentamos nosotros mismos con cuentos, leyendas y fe; cerrando los ojos como hacíamos con los monstruos que habitaban debajo de nuestra cama cuando éramos niños. Es la única forma de conseguir que permanezcan en la oscuridad y desplieguen todas sus habilidades, ésas que nos hacen correr despavoridos.

Queremos a quien decidimos querer porque un día apostamos a que pese más la balanza de lo bonito y a no reparar en los “fallos”. Emprendemos entonces un viaje por los surcos de su cara para conocer la experiencia que esconden esas arrugas, por ejemplo. O para saber cuál es el motivo de esa risa escandalosa, que nos es la risa que más nos gustaría para alguien a quien querer incondicionalmente, pero que es la suya.

Al final el origen de todo está en nosotros mismos. Por eso podemos conseguir todo lo que nos propongamos. Por eso nadie puede hacer, si no queremos, que este día nublado en Madrid sea un día sin sol.

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La historia del viejo y la joven

Lo primero que he visto de este señor han sido sus pantalones de pana color camel. La pana estaba raída, como la habría llevado Martín Marco. A la altura de las rodillas tenía el dobladillo del abrigo, negro. Negro el dobladillo, porque el abrigo era color café con leche sucio. Al levantar la mirada y llegar a sus ojos, he sonreído de forma automática. Le he sonreído a él como podría haber sonreído a cualquier otra persona.

-¡Qué sonrisa tan bonita! Estas cosas no pasan todos los días.

-Gracias –he dicho mientras tomaba consciencia y conciencia de la persona que tenía a mi lado. Su cara era una red de surcos por los que había pasado el frío, el sol, los años… Sufrimientos. Pocas alegrías y mucho tabaco.

Se ha sentado a mi lado y he visto que el dobladillo de su abrigo, además de tener un ribete negruzco, estaba salteado de agujeritos que bien podrían ser bocados de polilla, pero que eran chispas de cigarrillos.

-¿Tú sabes cuánto tiempo hacía que nadie me sonreía, muchacha? Años… Cuando uno es viejo ya nadie le sonríe. Eres casi un estorbo. Estás ahí un día y otro, esperando morirte. A veces piensas: «¿Y por qué me tengo que morir?»; otras veces dices: “Si me muriera, eso que ganaba”. Un viejo es como un mueble viejo, que nadie lo quiere, pero claro, no lo puedes cambiar por uno nuevo.

Ha soltado en tres o cuatro golpes una carcajada “productiva”, como la tos de final de los catarros. Creo que, inconscientemente, he hecho un mohín de desagrado, pero he seguido escuchando.

-Eso que dicen –continuaba- de que las jóvenes se enamoran de los hombres mayores… ¡Qué tontería! ¿Quién iba a querer estar con un viejo? Un viejo con una joven, sí, claro, porque te da vida, pero al revés solo te da muerte. Lo peor es que no sabes cuándo te haces viejo. Yo pensé que sería cuando me jubilara, pero cuando me jubilé me sentía joven. Y pasaron los años y un día me di cuenta y dije: “Estoy hecho un viejo”. ¿Y sabes por qué te das cuenta? Porque ya nadie te mira. Nadie quiere sentarse a tu lado; vas en el metro y, si pueden, te evitan. Hueles mal. Hueles a viejo. Por eso, si un día te mira una chica así tan guapa y te sonríe, pues oye, te da la vida. Cuando eres un viejo, además, te enamoras fácilmente pero solo te lleva a engaños. Piensas que te pueden querer como tú quieres pero no, porque cuando un hombre es viejo ya no puede darle a una mujer joven lo que ella necesita, ni de una cosa ni de otra. En fin, que eres un viejo para todo.

El señor se ha bajado del autobús en La Elipa y yo solo he podido responder a su monólogo interior dicho en voz alta, con un “Hasta luego, señor”. Cuando se ha ido, he sonreído recordando una gran historia verdadera de amor verdadero, que ocurrió hace no mucho, entre «un viejo» y «una joven».

 

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Un amor de juventud que ha durado toda la vida

Tenía veinte años cuando se enamoró de un chico. “Muy guapo”, decían. Él pertenecía a una familia rica y ella no, por lo que la familia del chico consiguió que ni siquiera llegaran a ser novios formales y se quedara en una historia de críos.

Cuentan que, en aquella época, en los pueblos, cuando una mujer tenía novio o medio novio y éste moría o la dejaba, ella tenía que casarse con un señor mayor, con un forastero o resignarse y quedarse soltera porque ya era una mujer con mancha. Con el tiempo él se casó, aunque nunca tuvo hijos, pero ella no volvió a estar con ningún hombre.

Muchos años después, cuando ella rondaba o, había pasado la cuarentena, fue un señor a pretenderla. Llamó a su puerta, ella abrió:

-Buenos días. Me llamo fulanito y vengo a pedirle que se case conmigo. Soy viudo, tengo dos hijos y soy de un pueblo de al lado. Me han dicho que usted es una buena mujer, trabajadora, limpia y que nunca se ha casado. Yo soy un hombre bueno y todavía soy joven, por lo que busco una mujer que me acompañe.

Mientras el señor, en un acto de valentía, le explicaba lo que le había llevado hasta su casa, ella escuchaba. Cuando terminó, ella le dijo:

-Le agradezco mucho que haya venido pero yo no me voy a casar. Si no pude casarme con quien yo quería, prefiero estar sola.

Mucho tiempo después, su amor de juventud murió y ella lo lloró como solo se llora a un novio. Ahora la moira Átropos ha cortado su hilo y, más de setenta años después, vuelven a estar juntos.

enterrando-el-amor

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El exceso

Hay una parte del pintalabios sacrificada, a la que ni nosotras mismas prestamos atención. Que no sale de paseo. Que no enmarca sonrisas. Que, despistada, no adorna ningún diente como si fuera una perlita de color. Que no se queda prendida en las mejillas, ni en las nucas, ni en otras bocas. Que no deja al descubierto a quienes aman a escondidas porque nunca roza el cuello de una camisa. Que no se restriega más allá el borde de los labios, víctima de un beso apasionado. Que no marida con saliva ajena ni recorre esófagos entre jadeos. Que no se queda como una ráfaga en la almohada. Que no siente el leve toque de una servilleta después de que lo haya rozado un buen bocado.

Es el exceso.

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