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La Catalina del Monte

Este fin de semana ha fallecido mi abuela Catalina, aquella boicoteó la primera visita de mi primer novio enseñándole su mortaja.

Mi abuela tenía 93 años y diez meses menos 5 días. Nació en martes y trece. Y de todo ese tiempo solo fue feliz algunos días (o algunos momentos, mejor dicho). Mi abuela no tuvo una vida feliz, bueno, sí la tuvo. La tuvo mientras vivió con sus padres en una aldea que llamaban El Monte. De ahí que a ella se la conociera como La Catalina del Monte.

Sin embargo, a pesar de no ser feliz, mi abuela pasó por esta vida para hacer felices a los demás. Eso era de lo único que se hablaba en el tanatorio: de lo buena que había sido, del hambre que quitó su familia (mi familia), de lo generosa que se mostró siempre y de la predisposición que siempre mantuvo para poner la otra mejilla sin descanso. Una predisposición que nos sacaba a todos de nuestras casillas en muchas ocasiones porque es difícil ver el mundo como lo veía ella.

“Me muero y no te veo casá”, me decía. Y así ha sido. Tampoco me ha visto con hijos ni ha conocido a Pizkita, aunque cuando le quedaban horas me encargué de contarle lo bonita que es. Tampoco conoció a mi chico (a veces queremos ir tan despacio que se nos pasa el tiempo y no hacemos las cosas que tenemos que hacer), aunque en los últimos meses le dije muchas veces que existía y todas las veces reaccionaba como si fuera la primera vez que lo escuchaba: dando palmas (salvo el último día que hablé con ella, que se limitó a preguntarme si era buena persona y si sus padres también lo eran. Al final, eso es lo que importa: que la gente sea buena).

Y sí, también se ha ido sin entender por qué era Anne Igartiburu la que presentaba ese programa en vez de yo, que soy más guapa que ella (los abuelos y la objetividad están inevitablemente enfrentados). Y sin conseguir que volviera al pueblo, que era lo que ella quería: buscar la fórmula para que volviera allí.

El caso es que mi abuela se ha ido y tengo la sensación de que he estado haciendo el imbécil 36 años, dos meses y seis días porque no le di todos los besos que le tendría que haber dado, porque me enfadé con ella más veces de las que debería haberlo hecho y porque no la llevé a misa todas las veces que debería haberla llevado. Y parece, como un martilleo, que quiero escuchar una y otra vez su voz y sus expresiones; y cómo arrastraba los pies por el suelo de casa para andar. Parece que quiero revivir constantemente el cabreo que cogí cuando, el año pasado, la descubrí bajando sola los escalones de casa porque quería fugarse a dar un paseo (mi abuela fue siempre una trotera). Y todavía noto cómo me agarraba la mano, horas antes de irse, para que la sacara de la cama (nunca se le hizo de día acostada, salvo al final).

En fin, que es lunes y, después de un fin de semana sin descanso, caigo en la cuenta de que mi abuela ya no va a estar sentada al lado de la ventana, viendo tras los visillos quién pasa y quién no. Ni me va a dar la lata diciéndome lo que tengo que hacer para cerciorarse de que quedo bien con la gente. Ni va a leer los titulares de la televisión en voz baja y a trompicones. Ni va a decirle guapo a Rajoy mientras yo la miro de reojo pensando: «¡Será posible!». Ni va a decirme que el cura preguntó por mí, porque ella quería que yo me acercara a la Iglesia y dejara de criticarla tanto. Ni va a decirle a otros que yo pregunté por ellos, aunque fuera mentira, aunque solo lo hiciera para que se sintieran bien.

Es en estos momentos cuando caes en la cuenta de que tienes que aprender a convivir con la ausencia de tu abuela, a la que has visto una vez al mes en los últimos 18 años, pero que no importaba porque sabías que estaba ahí. Ahora es distinto, ahora sabes que no está y la buscas en tu casa con la esperanza de que sí, que exista ese plano en el que dicen que se quedan las almas para hacerte compañía. Y si no existe ese plano, deseas que exista el cielo. El cielo y una escalera para llegar a él e ir a visitarla. Y que al llegar te diga ochenta veces:

 

-¿Quieres una madaleneja, rica mía?

Y tú termines diciéndole:

-Que no abuela, ¡qué pesá eres! que noooooo.

 

Pues eso, que la muerte tendría que llegar con una escalera para los que nos quedamos aquí abajo.

 

 

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Educación y respeto

Hoy no voy a hablar de Literatura, sino de aporofobia. Es probable que esta palabra resulte tan ajena como la Literatura para muchos, pero es una realidad (no novelada y de terror) con la que convivimos diariamente.

Tengo que reconocer que jamás había escuchado esta palabra hasta que mi amiga Maribel Ramos Vergeles (@maravergel, una mujer maravillosa) comenzó a trabajar en RAIS Fundación en un programa contra los delitos de odio a las personas sin hogar. A partir de entonces, el maltrato que sufren estas personas ha tenido un hueco en la mayor parte de nuestras conversaciones.

Hasta que Maribel comenzó a hablar de ello, nunca me había parado a pensar que no hay nada en este mundo más desprotegido que una persona que huye a ningún sitio, que raramente encuentra el resguardo de cuatro paredes. Esa sensación de llegar a casa a final de un día duro no la tienen; como tampoco la sensación de ser visibles a ojos de los demás, que pasamos a su lado con el mismo sentimiento como si pasásemos al lado de una señal de tráfico. Quizás menos, porque no nos dicen nada. Ni siquiera «peligro«, pueden prenderme fuego esta noche; o «cruce con cuidado«, puede pisarme.

Hoy he visto en el telediario cómo unos desalmados, unos monstruos (perdonad mi poca originalidad, pero no soy capaz de encontrar una palabra que describa a estos energúmenos, o cerdos, en definitiva, con perdón de la especie animal), orinaban encima de una persona sin hogar en Roma. Tengo que reconocer que, antes de ver las imágenes, con sólo escuchar la entradilla, he cogido el mando y he cambiado. Sin embargo, al segundo he vuelto al canal y las he visto.

Ahí estaban, cuatro varones orinando sobre una mujer envuelta en lanas oscuras que rogaba que la dejaran en paz. Los viandantes miraban, sin pararse. Finalmente, la señora se ha levantado y llena de orines ha huido a paso lento a ningún sitio. Por un momento he pensado qué habría hecho yo. ¿Me habría enfrentado a ellos? ¿Habría ayudado a la señora? Pues no sé. Quizás poco podamos hacer en ese momento frente a esos monstruos y, como siempre, la solución esté en la educación a la sociedad de la que todos formemos parte.

Educación y respeto.

 

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Inés

Tenía el pelo rizado, con rizos gordos que comenzaban siendo morenos e iban adquiriendo un tono castaña hasta que, al final, al tocar sus hombros, eran casi rubios. Sonreía. Sonreía siempre. Sonreía a los nuevos, a los de toda la vida, a los que nos había visto un par de veces y a todo el que se le cruzase por su camino.

Paseaba por aquellos pasillos como una exhalación, con la bata abierta, que más que una bata de enfermera parecía la capa de una superheroína.

Ella me gustaba. De hecho, nos gustaba a todos, pero a mí me gustaba más porque quería ser como ella, que entonces tenía 32, creo, y yo 23. Sólo por eso (aunque mientras escribo esto pienso que creo que nos gustaba tanto porque realmente nos cuidaba).

La noche de aquel día estaba frente al televisor mirando, sobre un fondo negro, una interminable lista de nombres y apellidos en letras blancas. La miraba como se miran en las películas las listas de soldados caídos para ver si se tiene alguno entre los muertos. Yo tenía uno.

Tres días después, el domingo 14 de marzo, lo primero que hice al llegar a Madrid no fue ir a casa, no giré a la derecha, sino que anduve, quizás, tres metros más. Desde aquella esquina vi la puerta de su trabajo llena de flores, de peluches, de notas, de cartas, de velas, de pétalos de rosa…

Era todo para ella, era todo para Inés*

*Quien sigue y seguirá viva en mi pensamiento, y en el de muchísimos otros, toda la vida.

 

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Réquiem por La Puerta 10

Mis vecinos se han separado. ¿Recordáis a los protagonistas de La Puerta 10? Ya no están juntos. Lo supe hace quince días cuando volví de pasar tres semanas en casa de mis padres. Ya no olía a porro en el rellano (en las últimas semanas alguno de ellos se había encomendado a la marihuana) y ahora la única puerta que no tenía felpudo era la suya. Me lo habían regalado.

Miré el felpudo a los pies de mi portal y miré el suelo desnudo a los pies del suyo intermitentemente. Por un momento pensé qué les habría llevado a dejarme ese regalo. ¿Querrían que me limpiara los pies antes de entrar en casa y dejar fuera los demonios que ellos no pudieron evitar que se colaran en la suya? Podría ser una buena metáfora. De ser así sería un regalo magnífico.

Cuando me fui a pasar esos días a casa de mis padres la vida al otro lado de la pared de mi dormitorio estaba en paliativos. Casi no oía sus conversaciones, tampoco sus discusiones. En cuanto a las reconciliaciones, hacía tiempo que ya no traspasaban el tabique. Intuyo que habían llegado a una tregua: nada de portazos, nada de insultos, nada de nada. Tan solo un: «Vas muy guapa» que robé a su intimidad, a través de la mirilla, un día mientras esperaban el ascensor.

Anoche, cuando fui a abrir el buzón, vi que en el de ellos ya no estaba su nombre. Estaba abierto. Levanté la tapa y ahí yacían todas las cartas, esas que todavía seguirán llegando hasta que formalicen su ruptura sentimental con la compañía telefónica, con el banco… Cuando dejé caer la tapa tuve una sensación similar a la que, supongo, debe tenerse al enterrar a alguien tras mucho sufrimiento, algo parecido a un: ya han descansado.

Espero que os vaya bien y seáis más felices separados que juntos.

PD. Mientras escribía este post anoche, al otro lado del tabique, en la puerta 12, estaban tocando una canción preciosa. Mi otro vecino cantaba de fondo.

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La madriguera de Alicia

Ilustración de Isabel Torner Aparicio

Ilustración de Isabel Torner Aparicio

“La miro porque me hace feliz mirarla”, me decía. “No es nada sexual. Sólo me hace feliz mirarla”.

La escuchaba desde un rincón en un rincón de El Rincón, en la calle Espíritu Santo. Sus manos acompañaban a sus reflexiones. Sus ojos, azules y con unas pupilas completamente dilatadas (no sé muy bien si por la escasez de luz del lugar o porque son así), parecían la madriguera de Alicia: un agujero que podía llevarte a un mundo fantástico. Caerse por sus pupilas y ver qué guarda en su interior y por qué ve las cosas como las ve, debe ser fascinante.

Muestra una aparente fragilidad. Su piel es muy fina, blanca, casi transparente. Las puntas de sus rizos rubios, tapados casi en su totalidad por un gorro de lana, asomaban como pequeños tentáculos para quedarse pegados en su cara angulosa, de actriz de los años treinta. “Habría podido pertenecer, perfectamente, a la pandilla de Marlene Dietrich”, he pensado en alguna ocasión.

Una copa de vino tinto y un vermut nos acompañaron durante una conversación en la que hablamos de amor, principalmente, y de desamor; y, por lo tanto, de crecer. También hablamos de sueños, pesadillas, ondas cerebrales y diapasones.

Ocho fueron las veces que conjugó el verbo «llorar» y, en una de ellas, los ojos se le llenaron de lágrimas que no llegaron a caer. Supongo que se las tragó, en remolino, la madriguera.

Espero que pronto encuentre una pértiga que le haga saltar por encima de los malos momentos y seguir caminando. Espero que pronto vuelva a grabar, ahora que ha encontrado ese lugar del que me habló, de alfombras interminables, y del que nadie quiere irse. Espero que pronto encuentre a esa chica con la que quiere casarse. Es posible que ya la conozca y, como dice José Luis Pardo en el inicio de La regla del juego, el cambio ya haya empezado.

<SoloAElla> Quién sabe, puede que sea la chica del gimnasio. ¡Háblale! </SoloAElla>

 

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El día que empezó creyendo haber visto a Millás

Esta mañana todo era normal: me ha costado levantarme, he puesto música, he recibido y enviado unos whatsapp, y he decidido que hoy tocaba vestido.

He salido de casa con el gustito que da notar el aire frío en la cara y saber que el invierno está cerca y que, quizás, uno de estos días llueva. En esas estaba cuando me he cruzado en la puerta con un señor y su perro, un vecino con un parecido increíble con Juan José Millás. ¿Será él? ¿Seré vecina de Millás…? No es posible, no es posible…

Esas industrias tenía en la cabeza cuando, al cabo de cincuenta metros, he notado el crash, el crash de saber que las medias se estaban bajando. He mantenido la calma subiéndolas disimuladamente. “Estarán ajustándose”, he pensado, por lo que he seguido caminando. Al cabo de unos metros más he visto que la carrera que mis medias habían comenzado a lo largo de mis piernas era imparable.

Sabiendo que no podía continuar, he dado la vuelta dispuesta a ponerme otras. He de confesar que los cien posibles metros que me separaban de mi casa, durante los que he intentado sin éxito subirlas con disimulo, han sido los más largos de mi vida. Tanto en así que, en un acceso de desesperación, las he dejado caer (sabiendo que no irían más allá de las rodillas) y he entrado como una exhalación en casa, dejando al portero con la palabra en la boca.

Me lo he tomado a risa y, tras un cambio rápido, he vuelto a salir a casa ya segura de mí misma, segura de que estaba a salvo.

 

El eterno retorno

Pero la suerte es caprichosa y, ya habiendo bajado del bus, ya lejos de casa y sin posibilidades de volver, las medias nuevas han decidido solidarizarse con sus compañeras y emprender un descenso lento pero continuo.

Creedme si os digo que se me han comenzado a saltar las lágrimas mientras me miraba en cada portal por el que pasaba para comprobar que todavía no habían llegado a la línea roja. Instintivamente he acelerado el paso para llegar antes al trabajo (tengo 8 minutos de camino), pero he visto que eso no hacía más que acelerar la bajada. Por ello, he optado por reducir la velocidad, aumentando por tanto la agonía.

Mientras pensaba en qué gadgets de la oficina podía valerme para terminar con éxito el día (unas gomas, unos clips…) intentaba, disimuladamente, ir subiéndolas poco a poco para evitar que, en un golpe de efecto, terminaran de nuevo a la altura de las botas. Pero este método ha mostrado su nula efectividad cuando, cruzando un paso de cebra y con el único fin de evitar que me atropellara un coche, he acelerado el paso y, de repente, he notado que el frío se apoderaba de mis rodillas.

Sinceramente, no me ha dado tiempo ni a desear morirme de la vergüenza. La desesperación ha sido tal que, entre dos coches (y tras comprobar que venía gente por delante y por detrás, pero no tenía más remedio) me he parado para subirlas (tampoco demasiado, porque una tiende al pudor y porque, todo sea dicho, no contaba con demasiado tiempo hasta que pasara por ahí el siguiente oficinista).

He intentado hacerlo rápido, pero la ley de la causalidad y Murphy, que debía estar hoy ocioso, han hecho acto de presencia, cayéndoseme el libro al suelo y metiéndose debajo de uno de los coches. A punto de dar un grito, y sin encontrar una razón lógica por la que tenía a Susan Sontag en los bajos de un Renault, he tenido que arrodillarme en una acera nevada de polvo y paja para rescatarlo y seguir mi camino.

El trecho hasta el trabajo ha transcurrido entre la ensoñación, la incredulidad y la desesperación. Los metros recorridos se han convertido en kilómetros y mi único deseo ha sido no coincidir con ningún compañero para poder, tranquilamente, poner las medias en su sitio una vez hubiese llegado sana y salva al ascensor.

Afortunadamente, en esta ocasión, los dioses se han puesto de mi parte y ahora, sentada en una silla, y sin atreverme a ir a la máquina del café, os lo cuento porque a la vida hay que ponerle un poco de humor.

¡Buenos días!

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La chica del bus «extraviada»

Ha entrado en el autobús con cara de prisa. Se mueve en zig zag a pesar del gentío. Desde mitad del pasillo la veo acercarse. Tiene el pelo corto, castaño y una media melena que le tapa las orejas. Dos ondas suaves le enmarcan la cara. Si no fuera porque tiene los labios demasiado finos, creería que es francesa (no sé por qué lo de los labios). Su boca, entreabierta, hace muecas intermitentes entre los «por favor» y los «gracias».

Llega a mi sitio, se coloca a mi espalda. En mi nuca, descubierta por el pelo recogido, noto la consecuencia del suspiro que acabo de escuchar y que informa de su llegada al lugar deseado: los últimos coletazos de una ráfaga de aliento. Muevo el cuello de forma inconsciente, como si acabaran de besarme.

Pocos segundos después comienza a quitarse un abrigo de verano. Mueve el bolso de mano y se deja llevar por un vaivén del autobús. Con sus tacones, marca los frenazos y mantiene el equilibrio.

Me roza.

Me roza con su bolso.

El autobús vuelve a parar. Sale más gente, entra más gente. Nos recolocamos como si fuésemos bolas en un recipiente. En ese proceso se coloca delante de mí, de espaldas, a dos palmos. Lo suficientemente cerca como para que me llegue el olor de su perfume.

Lleva un vestido de punto granate, minifaldero. Cualquier hombre heterosexual o mujer homosexual que estuviera en mi lugar estaría ahora mismo a punto de alcanzar el éxtasis, pero yo no, yo rezo. Rezo para que el conductor no frene porque, con sólo un paso que dé hacia atrás, sólo uno, me clavará su magnífico tacón de aguja en mis dedos desnudos.

(#ChicaDelBus que había quedado extraviada entre los borradores de EnLaPalmera de junio de 2014)

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Una mañana cualquiera de la vida misma

7.40 horas. He subido al metro y, en la parada siguiente, ha subido una señora de aproximadamente 1.65 metros. Lucía unas mechas rubias de tonalidad Partido Popular, media melena y pelo liso. Vestía una camisa de Ralph Lauren de rayitas rosas y unos vaqueros básicos de corte ligeramente acampanado. Asomaban unas botas o botines de piel marrón. Todo el look estaba aderezado con un chaleco azul marino acolchado. Tendría unos cuarenta y pocos.

Ha entrado y ha virado a la izquierda para sentarse en ese lado. Conforme ha apoyado las posaderas en el sitio, ha debido darse cuenta de su decisión inconsciente y se ha levantado dispuesta a venir a los asientos del centro, que es desde donde yo la observaba.

La suerte ha tenido a bien o a mal que, cuando pasaba a la altura de las puertas, un chico la haya interceptado. Medía aproximadamente 1.75 metros. Lucía pelo rubio oscuro, sin brillo, liso y con una coleta que le llegaba hasta la cintura. Su cara estaba semi oculta por una no-demasiado-poblada barba. Llevaba camiseta de manga larga verde y pantalones de un color indescriptible, a medio camino entre el verde militar, el marrón y el gris. Unas botas que no puedo describir por falta de conocimiento estilístico y una mochila le acompañaban. Tendría unos treinta y estoy segura de que se ha comido más de una asamblea del 15M.

Ha pasado por delante de la señora como una exhalación. Tan rápido iba que se ha chocado contra las puertas del metro. La señora, hábil de reflejos, ha parado en seco y, una vez las puertas del vagón habían parado el ímpetu del muchacho, ha dado tres pasos más y se ha sentado frente a mí.

A sabiendas de que observaba la situación, ha buscado en mí (que hoy luzco unas perlas buenas, de Majorica, y entiendo que por ahí ha llegado su conexión) una cómplice y, haciéndome un gesto despectivo hacia el chico, ha rumiando unas palabras que casi no he entendido y que mostraban su enfado por la situación, más algo de hartazgo y un poco de fastidio por tener que compartir vagón con semejante individuo (pongo “semejante individuo” en cursiva porque entiendo que es como en su interior se refería a él). Poco he podido hacer más que decir:

-Sí, muy mala educación. Pero ya sabemos lo que fastidia perder el metro. Así que vamos a perdonarle… –he concluido queriendo imprimir un tono de “venga, anda, no te pongas así que puede pasarnos a cualquiera” pero consiguiendo ese tono con el que la Iglesia dice que hay que tratar a los pecadores.

Ella ha asentido a mi contestación con cara de póquer porque entiendo que mi respuesta no contestaba a su comentario en absoluto. Mientras, el chico, al otro lado, se quitaba el sudor de la frente y recomponía su camiseta.

En ese momento me he visto desde fuera y me he partido de risa interiormente.

Así comienza el día de una ciudadana de Madrid.

¡Buenos días!

 

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Quiero enamorarme

-He decidido romper con todo -me dijo

-Romper con todo es bueno

-No estoy seguro

Para celebrarlo hizo una fiesta a la que invitó a todos sus amigos. Llegué y no había ningún conocido más allá de una chica que no recordaba mi cara, aunque yo sí la suya. Llevaba un bebé en brazos.

Unos minutos después apareció otra chica. Creí recordarla, pero tras hacer un recorrido rápido por el tiempo que pasamos juntos, no conseguí situarla en ningún lugar.

Continué degustando el vino que me habían servido y, mientras estaba charlando con un desconocido,  de profesión traductor, sobre la situación actual de los periodistas, la mano de mi amigo se posó en mi hombro. Acercándose por detrás a mi oído, en un susurro me dijo:

-¿Recuerdas a esa chica que me hizo tanto daño?

-Sí.

-Ahí está. ¡Pégale!

Claro, era ella. Tenía frente a mí, por primera vez, a la chica que le causó el daño que yo intenté curar unos años atrás sin demasiado éxito. La misma que le despertó unos sentimientos que yo intenté despertarle, también sin demasiado éxito. Estaba con su ahora marido.

-Quiero enamorarme -me dijo entre la algarabía de los invitados.

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La puerta 10

No sé qué les lleva a mis vecinos a seguir juntos. Ahora mismo están gritándose. Otra vez. Llevan así desde mayo. Hacía semanas que no les oía. De hecho, pensé que se habían separado y tenía vecinos nuevos ya que, hace un tiempo, en una sola ocasión, les oí hacer el amor. Creí que eso había ocurrido (la ruptura) tras una discusión en la que ella le dijo: «¿Sabes lo que me pasa? Que estoy hasta (hizo alusión a los-genitales-de-él) de ti». Y dio un portazo en el dormitorio.

Pero hace un rato han vuelto los gritos de Álvaro, los descalificativos y esas palabras que salen a rastras de su boca, como si del asco que llevan se le desgarrara la garganta, y que resuenan en toda la planta: «Lo último que necesito al llegar a casa es preocuparme por ti», le ha dicho.

Acabo de oír la puerta, he dejado de escribir y me he acercado corriendo hacia la mirilla. Quería ponerle cara a alguno de los dos. Cuando se ha abierto la puerta del ascensor le he visto.

No me lo imaginaba así, me lo imaginaba más alto, más robusto, con ademanes más «oficialmente masculinos». El dueño de apelativos como «payasa», «inútil», «imbécil», «subnormal»… El señor al que pertenece esa voz que suele decir: «No vales para nada», «No sirves para nada», «No vales para nada», «No sirves para nada», así, constantemente, es un pijo raquítico que viste un polo de Burberry azul marino y pantalón camel.

Tras eso se ha hecho el silencio en la puerta 10. Presiento que esta noche volverán los gritos y los portazos al otro lado del tabique.

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