“La miro porque me hace feliz mirarla”, me decía. “No es nada sexual. Sólo me hace feliz mirarla”.
La escuchaba desde un rincón en un rincón de El Rincón, en la calle Espíritu Santo. Sus manos acompañaban a sus reflexiones. Sus ojos, azules y con unas pupilas completamente dilatadas (no sé muy bien si por la escasez de luz del lugar o porque son así), parecían la madriguera de Alicia: un agujero que podía llevarte a un mundo fantástico. Caerse por sus pupilas y ver qué guarda en su interior y por qué ve las cosas como las ve, debe ser fascinante.
Muestra una aparente fragilidad. Su piel es muy fina, blanca, casi transparente. Las puntas de sus rizos rubios, tapados casi en su totalidad por un gorro de lana, asomaban como pequeños tentáculos para quedarse pegados en su cara angulosa, de actriz de los años treinta. “Habría podido pertenecer, perfectamente, a la pandilla de Marlene Dietrich”, he pensado en alguna ocasión.
Una copa de vino tinto y un vermut nos acompañaron durante una conversación en la que hablamos de amor, principalmente, y de desamor; y, por lo tanto, de crecer. También hablamos de sueños, pesadillas, ondas cerebrales y diapasones.
Ocho fueron las veces que conjugó el verbo «llorar» y, en una de ellas, los ojos se le llenaron de lágrimas que no llegaron a caer. Supongo que se las tragó, en remolino, la madriguera.
Espero que pronto encuentre una pértiga que le haga saltar por encima de los malos momentos y seguir caminando. Espero que pronto vuelva a grabar, ahora que ha encontrado ese lugar del que me habló, de alfombras interminables, y del que nadie quiere irse. Espero que pronto encuentre a esa chica con la que quiere casarse. Es posible que ya la conozca y, como dice José Luis Pardo en el inicio de La regla del juego, el cambio ya haya empezado.
<SoloAElla> Quién sabe, puede que sea la chica del gimnasio. ¡Háblale! </SoloAElla>