Hace un año me maquillé, me peiné y me fui a su boda. Santi, Manu y yo, que nos desvirtualizábamos ese día, llegábamos tarde y llevábamos una tarta de dulce de leche y nocilla en el maletero del coche que sobrevivió hasta ese pueblecito de la sierra de milagro. Cuando llegamos a aquel lugar recóndito, nos recibió un caminito de tiras de cómic y una bienvenida a la #Bodagmasm. Ya estaban casados oficialmente pero faltaba la ceremonia bonita. María llevaba un vestido blanco precioso, como es ella; nada usual, como también es ella. Gonzalo, llevaba encima una ración de hipsterismo de clase A que me dejó atónita (como es él).
Cogimos nuestros antifaces, las pajitas, los vasos de colores, las chapas, los botes para hacer pompas de jabón y nos fuimos al jardín. Un amigo los casó. Una amiga dio un discurso precioso. Algunos descubrimos que, en medio de la tristeza es posible llorar de felicidad. María dijo las palabras más bonitas que le he oído decir jamás; mientras Gonzalo, con los ojos llorosos la miraba sabiendo que era la chica de su vida.
Durante el resto del día jugamos, hicimos pompas de jabón, metimos los pies en la piscina, nos abrazamos, hablamos de nuestras cosas, les dijimos que los queríamos, hicimos fotos irreverentes y nos llevamos, como uno de tantos recuerdos, un frasquito de mermelada de frutos del bosque casera, que un año después se ha convertido en el azucarero con el que comparto los mejores cafés.
Hoy hace un año que María y Gonzalo se casaron, que dijeron que querían estar juntos toda la vida con un pequeño estanque de pececillos como testigo y los ojos acuososos de sus familiares y amigos. Hoy todos celebramos su primer año de casados, que es también el nuestro, porque han sido unos meses en los que, entre ñoñería y ñoñería, nos han demostrado que sí, que eso del amor puede ser verdad. ¡Feliz aniversario, amigos! Por muchos más. Si os digo que os quiero, me quedo corta.