Archivos Mensuales: marzo 2014

Belén, la chica del metro

Estaba esperando en el andén con un dolor de cabeza horrible. Faltaban todavía cinco minutos para que llegara el Metro.

-Ya son las 7.00 h -me ha dicho una voz.

He levantado la cabeza y he visto a una chica de mi altura, con el pelo rubio oscuro, algo graso. El flequillo poblado le caía sobre unas gafas de metal moradas, con el cristal derecho manchado por una especie de releje. Llevaba un abrigo de plumas marrón con la cremallera subida hasta el cuello. Por ahí, asomaba la lana de un jersey.  No llegaba a los treinta y, si llegaba, los superaba por poco. Rápidamente me he dado cuenta de que era una niña.

-Sí… -he respondido sin ganas.

-Son las 7.00 h. – repite.

-En mi reloj faltan tres minutos. Son y cincuenta y siete

-Hoy no tarda en llegar

-¿Quién?

-El tren

-Bueno, yo llevo esperando un rato. Cada vez tarda más.

 

Al llegar el tren hemos subido al mismo vagón. Me dolía la cabeza y no tenía ganas de conversación, así que, de pie, me he agarrado y he cerrado los ojos.

-¿Tienes sueño?

-No… Tengo un dolor de cabeza horrible.

-Es por el cambio de hora. No has dormido bien, ¿verdad?

-No, he dormido poco. De todos modos, empeora con el calor del vagón.

-Esta línea va muy mal, pero la línea 6 va peor. ¿Dónde vas?

-A Callao

-Yo a Marqués de Vadillo.

-Bonita zona. Me gusta Madrid Río.

-A mí no, pero porque yo soy de Leganés.

 

La conversación ha seguido pero, aunque tras intercambiar unas palabras más se ha hecho el silencio, ya no me he atrevido a cerrar los ojos. Me ha parecido una muestra de mala educación.

-Dentro de poco la tripa se irá -ha dicho.

-¿Tu tripa?

-Sí. Se irá ella sola. A mí no me molesta, pero se irá. Estoy comiendo verduritas para eso. La verdad es que nadie le ha preguntado si quiere irse.

-¿Y quiere irse?

-Ella está bien conmigo y yo con ella. Es mi tripa y forma parte de mí -me decía mientras se tocaba por encima del abrigo.

-Entonces déjala. Si a ti te gusta y tú le gustas no hay problema. Es un tema entre tu tripa y tú.

-Sí. Además, tengo que cuidarla porque ahí crecen los niños.  No puedo decirle: «Vete, ¡ya no te quiero!».  ¿Tú tienes tripa?

-Sí, claro. Mira -le he dicho levantándome la camisa e infándola todo lo que podía.

-Pues cuídala, porque un día tendrás hijos y tiene que estar sana. No sé qué regalo llevarle a mi madre. Estoy indecisa. No sé si una camiseta o un recuerdo que le guste -dice cambiando radicalmente el tema de la conversación.

-Pues no sé… ¿Qué le gusta a tu madre?

-Pues o una camiseta o un recuerdo que le guste.

-Yo le compraría una camiseta chula. Ahora que llega el verano puede ponérsela.

-Sí, eso es lo que le he comprado; y otra para mí. Mi monitora quería que me comprase un vestido pero no me gustan. ¿A ti te gustan los vestidos?

-Mucho

-A  mí no, por eso no los llevo. Además, le he dicho: «Si compro un vestido para mí, le compro un vestido a ella. O las dos, o ninguna». No me gustan las faldas, por eso siempre llevo pantalón aunque mi monitora dice que visto como un chico.

-¿Por llevar pantalón?

-Sí, pero yo le digo: «¡No soy un chico! ¡Visto como una chica!». A mi madre le gusta como visto porque mi madre me acepta como soy.

-Eso es lo más importante. La gente que te quiera siempre te aceptará como eres.

-Ella siempre me acepta. ¿Cómo te llamas?

-Camino.

-Así se llamaba una de mis monitoras pero se fue con Dios.

-¿Murió?

-No, se fue al Opus Dei.

-Ah… ¿Y tú cómo te llamas?

Belén

 

Llegábamos a mi destino y, antes de que pudiera darme cuenta, me ha informado:

¡Callao! Es Callao. Has llegado a tu parada.

-Pues nada, Belén, encantada de conocerte.

 

Y alargando su mano ha cogido la mía y me ha dicho:

-Igualmente. Y que seas muy feliz, que tienes los ojos tristes.

 

Belén ha sido un regalo.

 

 

 

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De nombre: Adeline Virginia Stephen

Hoy hace 73 años que Leonard Woolf leyó esta carta. Unas horas antes, sobre las 11.30 de la mañana, su mujer se dirigió al río Ouse con los bolsillos atestados de piedras y, apoyada en su bastón, se introdujo en él y caminó…

«I feel certain I am going mad again. I feel we can’t go through another of those terrible times. And I shan’t recover this time. I begin to hear voices, and I can’t concentrate. So I am doing what seems the best thing to do. You have given me the greatest possible happiness. You have been in every way all that anyone could be. I don’t think two people could have been happier till this terrible disease came. I can’t fight any longer. I know that I am spoiling your life, that without me you could work. And you will I know. You see I can’t even write properly. I can’t read. What I want to say is I owe all the happiness of my life to you. You have been entirely patient with me and incredibly good. I want to say that everybody knows it. If anybody could have saved me it would have been you. Everything has gone from me but the certainty of your goodness. I can’t go on spoiling your life any longer. I don’t think two people could have been happier than we have been.

V.»

Años antes, Virginia Woolf hablaba así:

«Solo Dios sabe por qué la amamos tanto, por qué la vemos como la vemos, inventándola, construyéndola a nuestro alrededor, derribándola a cada momento; porque hasta las mujeres menos atractivas que pudiera imaginarse, los desechos más miserables que se sentaban en los umbrales de las puertas (derrotados por la bebida) hacían lo mismo; estaba totalmente convencida de que ninguna ley lograría dominarlos, y por esa misma razón: la de que ellos amaban la vida».  (La Señora Dalloway, publicada el 14 de mayo de 1925).

 

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Mural de Virginia Woolf en Guadalajara, México.

 

 

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La historia del viejo y la joven

Lo primero que he visto de este señor han sido sus pantalones de pana color camel. La pana estaba raída, como la habría llevado Martín Marco. A la altura de las rodillas tenía el dobladillo del abrigo, negro. Negro el dobladillo, porque el abrigo era color café con leche sucio. Al levantar la mirada y llegar a sus ojos, he sonreído de forma automática. Le he sonreído a él como podría haber sonreído a cualquier otra persona.

-¡Qué sonrisa tan bonita! Estas cosas no pasan todos los días.

-Gracias –he dicho mientras tomaba consciencia y conciencia de la persona que tenía a mi lado. Su cara era una red de surcos por los que había pasado el frío, el sol, los años… Sufrimientos. Pocas alegrías y mucho tabaco.

Se ha sentado a mi lado y he visto que el dobladillo de su abrigo, además de tener un ribete negruzco, estaba salteado de agujeritos que bien podrían ser bocados de polilla, pero que eran chispas de cigarrillos.

-¿Tú sabes cuánto tiempo hacía que nadie me sonreía, muchacha? Años… Cuando uno es viejo ya nadie le sonríe. Eres casi un estorbo. Estás ahí un día y otro, esperando morirte. A veces piensas: «¿Y por qué me tengo que morir?»; otras veces dices: “Si me muriera, eso que ganaba”. Un viejo es como un mueble viejo, que nadie lo quiere, pero claro, no lo puedes cambiar por uno nuevo.

Ha soltado en tres o cuatro golpes una carcajada “productiva”, como la tos de final de los catarros. Creo que, inconscientemente, he hecho un mohín de desagrado, pero he seguido escuchando.

-Eso que dicen –continuaba- de que las jóvenes se enamoran de los hombres mayores… ¡Qué tontería! ¿Quién iba a querer estar con un viejo? Un viejo con una joven, sí, claro, porque te da vida, pero al revés solo te da muerte. Lo peor es que no sabes cuándo te haces viejo. Yo pensé que sería cuando me jubilara, pero cuando me jubilé me sentía joven. Y pasaron los años y un día me di cuenta y dije: “Estoy hecho un viejo”. ¿Y sabes por qué te das cuenta? Porque ya nadie te mira. Nadie quiere sentarse a tu lado; vas en el metro y, si pueden, te evitan. Hueles mal. Hueles a viejo. Por eso, si un día te mira una chica así tan guapa y te sonríe, pues oye, te da la vida. Cuando eres un viejo, además, te enamoras fácilmente pero solo te lleva a engaños. Piensas que te pueden querer como tú quieres pero no, porque cuando un hombre es viejo ya no puede darle a una mujer joven lo que ella necesita, ni de una cosa ni de otra. En fin, que eres un viejo para todo.

El señor se ha bajado del autobús en La Elipa y yo solo he podido responder a su monólogo interior dicho en voz alta, con un “Hasta luego, señor”. Cuando se ha ido, he sonreído recordando una gran historia verdadera de amor verdadero, que ocurrió hace no mucho, entre «un viejo» y «una joven».

 

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La cuidadora y el hombre que permaneció sentado

No sé si fue a finales de 2010 o principios de 2011. Por los hechos que acontecieron después tuvo que ser por aquella época. Yo iba a natación a un polideportivo municipal de Madrid. Normalmente me gustaba ir por las mañanas pero ese día fui por la noche.

Mientras estaba en la ducha de los vestuarios, oía de fondo la conversación de dos señoras. No sabía de qué estaban hablando pero entendía que era algo importante. Salí y, mientras me secaba y me vestía, sin quererlo me enganché a esa conversación que tenía de fondo.

Enseguida supe que estaban hablando del 23F. Hablaba solo una de ellas, la otra escuchaba con atención. De vez en cuando, la escuchante, asentía y soltaba un «fíjate» en señal de entendimiento de la situación. La emisora hablaba de «los niños», de «la señora», de «él». Relataba una situación muy agitada.  En un momento determinado dijo: «Y Amparo me dijo que cogiera a los niños». En ese instante hilé toda la conversación y el resto del relato me dio la razón: estaba contando la noche del 23F que se vivió en Moncloa. La noche que vivió la familia del Presidente del Gobierno, aquel hombre que, desafiando las balas, permaneció sentado.

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La primavera

Luce un leve brote de acné en las mejillas, casi imperceptible. Probablemente para ella sea un mundo y por eso trate de cubrirlo con una fina capa de maquillaje. En su mandíbula derecha conserva un recuerdo de la varicela, una cicatriz redonda algo más pequeña que una lenteja, como un grano de quinoa ya cocido. Con ella ahí, tan graciosa, el resto de imperfecciones de su cutis adolescente pasan inadvertidas.

El pelo, castaño con ráfagas de rubio, le cae hasta más allá de la mitad de la espalda. Asalvajado, le recorre el torso, tapando con dos mechones sus dos pechos, y todavía le queda un tercer mechón que tapa casi toda su espalda.

Los ojos le brillan gracias a una sombra irisada de color perla y, aunque son pequeños e insulsos, adquieren profundidad con un khol verde agua. Cejas sin depilar y no demasiado abundantes; pelusilla rubia en el bigote y unos muslos firmes que se dejan asomar entre la goma de los calcetines verdes, que le acaricia las rodillas, y el bajo de las tablas que componen su falda de cuadros, cuya escasez de largura sobrepasa el umbral para quien mira de «solo es una falda».

Las pulseras de plástico mezcladas con las de tela y un reloj le bullen a lo largo de las muñecas, que quedan al aire porque lleva el jersey del uniforme remangado. Y, mientras con una mano sostiene un libro de texto con el epígrafe ¿Qué es la Literatura?, con la otra lame, con más atención que la que le presta al texto, un chupa-chups de cereza del que me llega el olor; quizás grabando en su cerebro su sabor y su textura y, sin quizás, sabiéndose observada por unos cuantos.

Son las 18:02 h. del 20 de marzo de 2014. Ambas vamos en el mismo vagón de la L5 del Metro. Hace un calor sofocante y, acabo de darme cuenta de que, mientras yo, como una de los observadores, la miraba de reojo y anotaba su descripción en mi móvil, a las 17:57 h. ha entrado la primavera.

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El lector

Una de las mayores experiencias de un lector es enfrentarse a las últimas páginas de un libro. Conforme las va pasando ve que el taco de papel adelgaza. A simple vista calcula las páginas que quedan e intenta componer en su cabeza unos cuantos posibles finales.

Hay lectores que, cuando se acercan los últimos renglones, comienzan a experimentar una mutación en su disposición lectora. Leen poniendo en el texto un 110%  de atención, como cuando se besa por primera vez. La magnitud de la historia pasa a un segundo plano para centrarse en los detalles, en las inflexiones del texto, en los giros sintácticos… Deja de leer para empezar a escudriñar esa fusión de letras que da lugar a sílabas para componer palabras que creen oraciones. Abre los ojos a posibles mensajes cifrados que redondeen el desenlace y que, de llegar a pasarlos por alto, no se lo perdonaría jamás.

El organismo se alía con el lector y la respiración se tranquiliza, se regula. Se hace profunda en la inspiración, acariciando casi la garganta tras su paso por las fosas nasales, como cuando estás en ese estado de duermevela en el que es lenta y pausada, aunque esta vez silenciosa. El oxígeno se agota en los pulmones durante la espiración, quizás para que el siguiente paso del ciclo no moleste en la lectura. El organismo entero está volcado en esos últimos renglones.

Los sonidos de alrededor desaparecen y, de repente, el lector está sumido en el silencio (alguien me dijo en una ocasión que, cuando eso ocurre, estás meditando). No importa quién grite, ni la puerta que se cierre de golpe. No importa quién le hable porque todos los sentidos se cierran, como cierra sus pétalos una dama de noche en cuanto despunta el primer rayo de sol, para que todos los esfuerzos se centren en la vista.

El ritmo natural de la lectura le lleva a avanzar inevitablemente.  La impaciencia por llegar al final lucha, en ocasiones, con la resistencia a terminar la historia. El lector quiere acaparar todos los detalles. Los hechos que han desencadenado esas últimas páginas se suceden velozmente en unos segundos, algo parecido a lo que aseguran haber experimentado aquéllos que han estado cerca de la muerte. Mientras tanto, la lectura sigue avanzado y se ve ahí (y te ves ahí) a punto de terminar una historia cuyos personajes volverán a cobrar vida cada vez que salgan en tus conversaciones; cada vez que los recuerdes porque un gesto de cualquier otro personaje o persona te lleve inexorablemente a ellos; cada vez que, buscando otros libros, tropieces con el lomo serigrafiado que protege su historia.

Pero es al llegar a la última frase cuando tu aliento se paraliza, cuando tu vista hace un zoom y lee de un golpe la frase final. Durante unos segundos ni respiras, oyes, ni sientes. Tan solo posas tus pupilas en la última frase y vuelves a pasar la vista por ella para que, además de tu vista, tú también la leas.

En ocasiones, tras unos instantes, notas que tienes la boca abierta, incluso sientes cierto entumecimiento en la mandíbula. En otras, como me ha pasado hoy a mí, te das cuenta de que tienes lágrimas en los ojos y que esa historia que acabas de terminar te ha derretido un poquito, como se derriten los copos de nieve en la primavera.

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Extracto de «Nieve de primavera». Yukio Mishima

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El Artículo 3

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Ilustración de Lady Desidia

La mujer tiene derecho, en condiciones de igualdad, al goce y la protección de todos los derechos humanos y libertades fundamentales en las esferas política, económica, social, cultural, civil y de cualquier otra índole. Entre estos derechos figuran:

  • El derecho a la vida
  • El derecho a la igualdad
  • El derecho a la libertad y la seguridad de la persona
  • El derecho a igual protección ante la ley
  • El derecho a verse libre de todas las formas de discriminación
  • El derecho al mayor grado de salud física y mental que se pueda alcanzar
  • El derecho a condiciones de trabajo justas y favorables
  • El derecho a no ser sometida a tortura, ni a otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes.

Art. 3 Declaración sobre la eliminación de la violencia contra la mujer. 85ª sesión plenaria Asamblea General, 20 de diciembre de 1993

Este listado de derechos de la mujer parece obvio pero, ¿te has parado a pensar que si está escrito es porque en algún momento estos derechos no han existido?

Mañana es 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer. No hace falta que nos felicites. Nacer mujer no es mejor ni peor. No es motivo de distinción. Por eso te invitamos a que sigas luchando por la igualdad de derechos hasta que sea una realidad y esté tan arraigada que este Artículo 3 no tenga que permanecer escrito.

Gracias.

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Dedicatorias

Esta mañana, mientras buscaba un buen libro de poesía, he encontrado mi favorito con esta dedicatoria:

Mira hacia atrás.

Recuerda. Aún puedes

rozar el pasado con la

punta de los dedos.

El goce de los buenos momentos aún

calienta tu corazón.

¿Y la angustia? La angustia ya no

oprime tu pecho. Es sólo una sombra.

Mira hacia adelante.

El futuro te pertenece.

Días felices te esperan a

la vuelta de la esquina.

Agárralos con fuerza.

Y en los días de tormenta

siempre podrás cobijarte

bajo el olmo.

M. 13/02/07

Está escrito en Poesía 1979-1996, de Luis Alberto de CuencaHe respetado la «métrica» de los renglones, aparece tal y como está escrito en la primera página en blanco del libro. 

poema

Este poema de Luis Alberto de Cuenca está fechado en Navacerrada, en agosto de 1994

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