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Lo que veo desde mi asiento

Era media mañana y, en el Metro, no había demasiada afluencia de gente…

Logro sentarme. Hay un silencio absoluto, ese silencio de respiraciones lentas, de gente sumida en sus propios pensamientos. Tan solo se escucha el ruido del tren y, de vez en cuando, las puertas, que se abren y se cierran.

De repente vibra un móvil. Es el de la chica de enfrente.

-¿Sí? ¿Javier?

Javier le echa la bronca. Ella sube el tono. Le recuerda que lleva tres meses trabajando cada sábado y cada domingo y que todo está en orden. Le pide respeto. Cuando cuelga tiene los ojos empañados de lágrimas. Su nariz se enrojece pero no llega a llorar. Un pestañeo más y se habrían desbordado.

A su lado está un señor con el ceño fruncido, dos arrugas paralelas que terminan en un entrecejo ligeramente poblado. Está tenso. Aprieta las mandíbulas. Se retuerce las manos. Finalmente se deja caer hacia atrás, apoyando su cabeza en el cristal. No llega a los cincuenta años.

Al otro lado, se encuentra una señora. Su pelo es cientos de trencitas de dos colores, rubias y castañas. Tiene el codo derecho en el apoyabrazos y su mano en la cara. Sus ojos miran a la puerta del vagón, la que nunca se abre, esa en la que cuando me apoyo pienso: si se abriera, caería de espaldas a la vía (y me viene a la cabeza Anna Karenina). En algún lugar de esa puerta está su mirada pero su mente está más allá. Más allá de la puerta, más allá de los muros del túnel, más allá de los andenes, más allá de esos habitáculos que dicen existen en el Metro. Allí donde no sabemos qué hay. Tiene una mirada de haber sido desahuciada por la vida y de asunción.

Miro al frente y me veo en el reflejo negro de los cristales. Estoy ojerosa. Mis labios casi no se ven. También percibo mi mirada triste. No me reconozco en esas facciones. Le presto atención al desasosiego que, desde esta mañana, tengo en el pecho. ¿Por qué se pondrá ahí?, pienso. Después de comer, si no llueve, saldré a patinar a ver si pasa, resuelvo.

Interrumpe mi monólogo interior el chico de al lado. Se lleva la mano a la cara. Se tapa la boca. Con las yemas del pulgar y el índice se frota los ojos.

-¡Disculpen que les interrumpa en su feliz día! -grita, paradójicamente, una voz.

Seguidamente, suena, atronadoramente, un acordeón con una bonita canción. Ninguna de las personas que veo desde mi asiento mira de dónde viene la música. Al cabo de unos segundos miro hacia allí. Es un chico y lleva una sonrisa en los labios.

 

 

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El chico que lee a Tanizaki

Hoy he salido de esa nuestra maravillosa casa, la Agencia Tributaria, cuando ha pasado el bus 2. Lo he cogido. Por la teoría de la compensación he encontrado varios asientos libres. He elegido el de siempre: junto a la ventana y de espaldas, mirando al pasado.

Frente a mí había un chico leyendo un libro. En seguida he sabido que era de la editorial Siruela. La portada era bicolor, en este caso amarilla y gris marengo. Eso me daba otra pista: leía ensayo.

Llevada por la costumbre he abierto «Metafísica de los tubos», de Amélie Nothomb (es mi actual libro de noche pero es más fácil de leer en el transporte público que el de «Trópico de Cáncer», de Miller, que queda demasiado expuesto a estrechas miradas ajenas, así que hoy he hecho intercambio). He comenzado a pasar las pupilas por los renglones. A los pocos segundos me he dado cuenta de que no estaba leyendo. He vuelto a empezar. A los otros pocos segundos me he dado cuenta de que no había retomado la lectura porque, aunque lo evitaba, a través de los bordes de mi campo de visión veía al chico de enfrente. Finalmente he cerrado el libro y me he dedicado a observar.

Él mantenía la cara hierática, como un kourós, absorbido por el libro. No se percibía el más mínimo gesto. Algunos mechones de pelo oscuro le caían entre las gafas. No se mordía las uñas. Camiseta con camisa de cuadros… Ni se inmutaba. Seguía leyendo.

«Éste pasa los treinta y…», estaba calculando cuando la suerte ha tenido a bien que el bus pillase un bache que lo ha sacado de su lectura. En ese momento he visto a qué se debía tal dedicación: «El elogio de la sombra», de Junichiro Tanizaki. ¡Oh! Lo leí hace años, cuando estaba en la facultad, pero aún recuerdo algunas sensaciones.

En unos segundos he visto sus ojos, oscuros, la barba de algunos días y su mirada lasciva aunque descafeinada a la chica fabulosa que estaba a mi lado tocándose el reloj. Ha vuelto a la lectura.

¿Qué puede llevar a un treintañero a leer a Tanizaki en un bus un viernes por la mañana? ¿Se lo habrán regalado? ¿Lo habrá comprado él? ¿Se habrá echado un ligue al que quiera impresionar y estará haciendo un Marilyn*? ¿Será un psicópata? ¿Será un chico normal que solo lee a un libro en un bus, sin más?

Estas son algunas de las cosas que me iba preguntando cuando se ha sentido observado. Ha levantado la vista. Yo la he apartado buscando pajaritos. Se ha ajustado las gafas y ha seguido la lectura. Ha levantado la vista de nuevo. Se ha removido en el asiento. Ha seguido su lectura. Ha vuelto a interrumpirla. Ha mirado. La ha retomado. Y así unas cuantas veces. En una de ellas he pensado algo parecido a: la próxima vez que levante la vista le digo «hola». Finalmente ha apartado el libro como queriendo mirar a algún sitio que lo sacara de la incomodidad de que un extraño lo estuviera observando. Mientras me decidía a pronunciar o no la «h», en función de si me miraba o no, ¡plin! ha pulsado el botón de «Solicitud de parada». ¡No!

Y ahí me he quedado, con la «h» en la boca.

Seguro que no lo leía, que solo fingía, he pensado. Y, con la misma convicción, he abierto mi libro, me he puesto a pasar las pupilas por los renglones hasta que lo he vuelto a cerrar y he decidido observar el pasado de la ciudad a través de la ventana.

*Hacer un Marilyn: Cuenta la leyenda A, a la que se acusa este concepto, que Marilyn Monroe fue capaz de leer o, al menos, pasar sus pupilas por todos los renglones del «Ulysses» de Joyce para impresionar al dramaturgo Arthur Miller, que tiempo después se convirtió en su esposo. La leyenda B asegura, sin embargo, que la actriz era una lectora empedernida y que, tras esos bucles platino, escondía una auténtica intelectual. Tras su muerte, A. Miller dijo esto de ella: “fue una poetisa callejera que habría querido recitar sus versos a una multitud ávida de arrancarle la ropa.”

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La niña que un día será una mujer

Hace unos días comenzó a llover y, al vuelo, me subí en el bus 34. Me senté frente a una niña que no pasaría los seis años. Vestía un chándal con los puños y los bajos de los pantalones remangados. Pensé que sería heredado. Tenía el pelo liso y negro, por debajo de los hombros, e iba peinada con el pelo suelto y una pequeña trenza que nacía desde el flequillo y terminaba en un coletero naranja, a juego con las franjas del chándal. Sus ojos eran negros y sus labios finos. Su sangre venía del otro lado del Atlántico.

Compartía unos auriculares con su madre. No sé qué escucharía pero casi no le prestaba atención. Todos sus sentidos estaban puestos en lo que había tras la ventana. Estiraba el cuello para alcanzar a ver qué ocurría más allá del cristal mojado por la lluvia.

-Mamá, ¿ahí están los trenes? -dijo al pasar por Atocha.

-Sí -contestó la madre.

-¿Y dónde van?

-A todos los lugares.

-¿A la casa de los abuelitos también?

-No, allí solo llegan los aviones

Mientras, yo la observaba imaginándola como la mujer que será dentro de unos años. Pensaba en que llegará un día en que sufra por amor y en la necesidad que tenemos de crear una sociedad en la que esos amores, aunque sufridos, la traten bien. En la que, como mujer, no se sienta desprotegida, ni amenazada, sino bien querida, bien amada y bien tratada. También reflexionaba sobre nuestra responsabilidad para crear una sociedad en la que pueda ser lo que ella quiera y aspirar a aquello que ella desee, con los mismos derechos que todos los demás, independientemente de su origen, de su género o de cualquier aspecto que todavía hoy, fuera del papel, sigue siendo un condicionante para que todos seamos iguales.

Mientras tanto ella, ajena a lo que la desconocida que tenía enfrente, y a la que miraba a veces de reojo, quería para su futuro, mantenía la cabeza alta escudriñando con la boca abierta el mundo que había fuera de ese autobús. Para ella no había charcos, ni el suelo mojado que veíamos los demás. Sus ojos llegaban justos a la altura de la ventana y, desde ahí, solo veía árboles, edificios altos y, más allá, el cielo.

Al llegar a Cibeles se levantó dispuesta a salir y encontrarse con la lluvia. «Está bien que llueva, así mañana habrá flores», le dijo a su madre. En ese instante se abrieron las puertas, esperó su turno y, mientras quienes iban delante abrían los paraguas o se ponían una chaqueta encima de sus cabezas, ella salió del bus de un saltito y, muy contenta, dijo: «¡Empapada!».

 

 

 

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La mujer de rosa

Ayer tenía la cabeza como una cafetera, llena de problemas. Ni siquiera me había calmado la visita a la filmoteca, ni las cañas con mis amigos en La Provencita (el puesto 23 del Mercado de Antón Martín), ni el paseo por Lavapiés mirando esas pequeñas tiendas de grandes mundos.

Subí al autobús, al 34. Este es un número que me gusta. Me gusta porque me gustan los números pares, pero también porque lleva mis dos números favoritos, el 3 y el 4. Una amiga decía que si cuando te dan a elegir un número, eliges el 3, sueles ganar. Y es cierto. También lleva el número 4, que es un número bonito, sensato. Juntos suman el 7, que dicen es el número de la suerte. Además, si los multiplicas, dan como resultado el 12, que es un número mágico porque cada año la luna gira doce veces alrededor de la Tierra; y en la mitología griega, una de mis grandes pasiones, los principales dioses eran también eran 12: Zeus, Atenea, Apolo, Hera, Afrodita, Hefesto, Poseidón, Hermes, Ares, Artemisa, Hestia y Deméter.

Subí al autobús 34, decía, y me quedé en la puerta del medio, apoyada en la baranda amarilla. Me había dejado olvidada a Rayuela en el trabajo y no tenía con qué entretenerme, así que pensaba, pensaba, pensaba… En esas estaba cuando paró el autobús. Se abrieron las puertas. Fuera esperaba una chica joven con una señora en silla de ruedas. La señora, que estaba más cerca de los 90 que de los 80, iba vestida de rosa completamente, como un algodón de azúcar en una feria. Su cara estaba oculta por una enorme pamela de paja y no pesaría 30 kilos. Parecía un pajarito posada en su silla. Ambas mujeres esperaban. Miraban hacia el conductor. Yo las miraba a ellas. La puerta seguía abierta.

-Perdona, ¿vais a subir en éste? -le dije a la chica.

-Sí, pero tiene que cerrar las puertas para sacar la plataforma.

-Ah, ok. ¿Se lo digo al conductor? ¿Te ha visto?

-Sí, creo que me ha visto, gracias.

Las puertas se cerraron. Las tres, la chica, la señora y yo, estábamos atentas a la plataforma, pero no salía. Fui hacia el conductor.

-Disculpe, esas señoras necesitan que saque la plataforma.

-Creo que se ha roto… -me dijo mientras intentaba solucionarlo.

Volví a mi sitio y les dije: «Se ha roto». En ese momento, entre unos y otros, subimos a la señora al autobús. Me gustó ver que, en unos segundos, un grupo de desconocidos nos habíamos organizado como un ejército de hormigas para ayudar a otra desconocida. Ni siquiera habíamos necesitado hablar y, lo que era mejor, sabíamos que teníamos que hacerlo.

Sería porque tenía la cabeza como una cafetera o porque a veces estás más sensible, pero me gustó pararme a observar que todavía somos capaces de ayudarnos unos a otros sin necesidad de conocernos. Que todavía nos mueve el impulso de la educación, el sentido común y el instinto de ayudar a los demás. Me gustó tanto como ver que, una vez la señora hubo subido al autobús, se quitó su pamela rosa, se atusó sus cuatro pelitos blanco transparente y nos sonrió mientras la chica que la llevaba, que supongo era su hija, se acercaba a su cabeza, cerraba los ojos, le daba un beso e inspiraba su olor.

Igual esta historia os parece una tontería, pero la vi preciosa. Además, consiguió que, durante ese rato, mi cafetera dejara de sonar.

Porque la vida no son las cafeteras, sino otra cosa. La vida es estas cosas.

 

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Mi niña favorita de las mañanas

Me los encuentro casi cada mañana en el transbordo del autobús. Suben la calle Alcalá aprisa, como si, un día más, llegaran tarde al colegio.

Él se acerca a los cuarenta. Perfectamente afeitado luce un traje gris unos días, azul marino otros, complementado con una mochila de Peppa Pig, que le cuelga del hombro izquierdo; y otra de una princesa con el pelo muy rubio y muy largo, que más que arrastrar lleva en volandas. De este modo, una de las niñas, la mayor, que no supera los seis años, puede ir delante, siempre dentro de su campo de visión; y ella, mi favorita, puede ir agarrada a su mano izquierda.

Mi niña favorita de las mañanas no brinca los cuatro. Siempre lleva su ondulado pelo castaño en dos coletas, hechas cada día según cae, y lo suficientemente largas para que le rocen los hombros con las puntas del pelo, como si fueran dos expertas bailarinas de danza clásica que, con ligereza, hacen cosquillas al suelo con los dedos de los pies.

De su mano izquierda cuelga un oso de peluche, que es en altura un tercio de la suya, y que unas veces cuelga y otras arrastra. A pasitos cortos intenta seguir la marcha de su padre, que suele llegar a la Plaza de la Independencia como si acabara de subir el Tourmalet, momento que él aprovecha para recordarles que tienen que andar más rápido. Es entonces cuando ella ladea la cabecita y lo mira desde más allá de esas grandes gafas de plástico rosa que lleva atadas a la cabeza como si fuera a bucear por la vida y piensa, imagino yo: “¡Tú te pinchas!”.

Hoy, al llegar a la Puerta de Alcalá, la hermana mayor ha salido despedida:

-¡Ten cuidado! –le ha dicho su padre.

Ha ido al kiosko, ha mirado la portada de las revistas que había expuestas y ha dicho:

-Mira papá, ¿y ésta de novia no te gusta?

Mi niña favorita de las mañanas ha soltado su mano, ha salido corriendo hacia su hermana y el padre, con la mochila de Peppa Pig, la de la princesa rubia de pelo largo y dos bolsitas de tela con la merienda, se ha acercado hacia ellas, le ha subido los calcetines a la pequeña y ha reemprendido el camino al cole con una sonrisa en la cara y con un gesto que da muestras de una historia que no he sabido cómo interpretar.

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