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Treinta y uno de diciembre, con letra

Treinta y uno de diciembre, el día de los deseos, de los propósitos para el año nuevo. Es el día en el que el cerebro pone en marcha su maquinaria de higiene mental para formatear de manera selectiva nuestros recuerdos y empezar así el nuevo año con un brindis.

Este verano estuve en Bali visitando a una amiga. Uno de los últimos días fuimos a Tanah Lot, un templo erigido sobre una roca en medio del mar. Paseando dimos con una cala a la que era difícil acceder, pero bajamos entre las rocas hasta pisar esa arena fina y limpia. Mientras arañábamos tiempo a la marea, que subía lentamente pero sin regalarnos un segundo, ésta nos dejó en la orilla un coco. Decidimos cogerlo, meter ahí todas nuestras nuestras preocupaciones, cavilaciones y tristezas y lanzarlo al mar para que se fueran lejos, muy lejos.

La marea no sólo nos devolvió ese coco, sino otro más. En ese momento, ambas nos miramos pensando que ese mar de aguas sagradas nos devolvía al cuadrado aquello de lo que queríamos desprendernos. Hoy sé que no, el atardecer de Tanah Lot nos devolvió una oportunidad a cada una de cambiar aquello que no queríamos tener cerca de nosotras. La nueva vida, el futuro, como el coco, estaba de nuevo en nuestras manos.

Me gusta el treinta y uno de diciembre porque es ese día en el que lanzas un coco al mar cargado de lo que no quieres y te devuelve dos, llenos de ilusiones y nuevas oportunidades.  De nosotros depende encontrar la forma de abrirlo y disfrutar de esas nuevas historias que guarda y que, como este treinta y uno de diciembre, se escriben con letra.

Feliz Dos mil trece.

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La vida es una inocentada

El Día de los Santos Inocentes debe su nombre a un episodio evangélico que relata la matanza de todos los niños menores de dos años. La Iglesia Católica lo celebra el 28 de diciembre, aunque por fechas y acontecimientos debió ser, si es que fue, en enero. No obstante, parece ser que fue un capítulo más vinculado a Moisés* que a Jesucristo o Jesús o Jesús de Nazareth o Hijo o Espíritu Santo (perdonad, pero es tantos en uno que  no sé cómo llamarlo).

*Moisés, para quien no lo ubique, fue ese bebé sobrehumano que corrió río abajo en un canastillo hasta llegar sano y salvo a un remanso de agua en el que lo encontró una faraona que lo recogió para más tarde buscar a una nodriza que lo amamantara y que, curiosamente, resultó ser la madre del niño porque Dios así lo dispuso (sé que son muchas coincidencias pero ateniéndonos a la Teoría de los Multiversos de William James, es posible).

Natalie Portman. Closer.

Natalie Portman. Closer.

Sea como fuere, la historia ha evolucionado y vete tú a saber por qué el Día de los Santos Inocentes ha dado lugar a una tradición en la que nos dedicamos a gastar bromas pesadas. Supongo que tendrá su origen en la broma que gastó el tal Moisés (una vez había crecido) a la humanidad haciendo creer que dividió las aguas para salvar al pueblo judío (aunque teniendo en cuenta lo que ha terminado haciendo este pueblo con los palestinos, podría haberlos dejado en Egipto. Bueno, a algunos, a «los malos» pero no a todos porque no me imagino mi vida sin Barbra Streisand, Natalie Portman o Sex in the City tal y como la conocemos, porque fue Sarah Jessica Parker la que puso pasta para que se rodase en las calles de New York… O sin Susan Sontag, qué sería mi vida sin ella!).

Pero, como siempre, el tema del post, es otro, así que voy al grano. Aunque bien es cierto que no me gusta esta festividad, desde hace años la celebro leyendo unas páginas de una obra de Delibes que lleva por título Los Santos Inocentes. Una novela muy bien llevada al cine que se ajusta como un guante a mi teoría de que la vida es una inocentada, una broma pesada que, con un juego de luces y sombras, te pone a los pies del destino para un día decirte: «Ey, ¡que era broma! ¡Inocente!». Ante esto tienes dos posibilidades: cabrearte o vivirla. Yo soy partidaria de vivirla y participar de la broma, aunque a veces te den ganas de tirar al destino, a la broma y a la vida por un puente.

Para quienes no hayáis leído la novela, aquí tenéis la peli online.


 

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Érase una vez un cumpleaños budista en Catalunya

El finde pasado celebré in situ, tras muchos años celebrándolo en la distancia, el cumpleaños de una muy amiga de El Prat del Llobregat. El Prat es ese pueblo barcelonés que, excepto en Catalunya, en el resto de la Península y archipiélagos colindantes (digo esto para no herir sensibilidades porque sinceramente ya no sé cómo referirme al tema España) se conoce por ser la sede de numerosos platós de televisión de los años 80 y principios de los 90.  Sin embargo, en Catalunya se conoce por uno de sus principales atractivos turísticos, que no es el río Llobregat que le pone apellido, sino los pollos de pota blava (pata azul). Existe la teoría de que tienen la pata de ese color por la radioactividad de la zona, pero por ahora sólo es una creencia. Dicho esto y una vez he hecho promoción de ese pueblo que, para unos será una cosa; para otros, otra, pero para mí es un retiro espiritual, voy con el tema que nos ocupa.

Mi muy amiga cumplió 34 años la semana pasada y, ya que estaba en Barcelona, decidí apuntarme al plan de celebración que hubiere. Democráticamente, entre todos, decidimos el plan: pasar una jornada en el monasterio budista tibetano del Garraf. Así fue como iniciamos una incursión (para algunos de nosotros era la primera vez pero otros ya habían pasado el curso de 1º de Meditación) por el mundo de los chakras, karmas y respiraciones profundas.

Tengo que reconocer que me fascinó la idea desde el principio. Lo primero que hicimos fue hacer un tour por el palacete, porque los monjes del Garraf no viven en la pobreza ni mucho menos (tampoco hacen voto de celibato ni castidad, dato con el que se ganaron todos mis respetos). Tienen un palacete pequeño pero muy cuco lleno de esculturas de budas varios y fotos de Richard Gere y Jordi Puyol (más otras personalidades catalanas) con los lamas. Fue una visita muy interesante. Después, Roger, un voluntario muy sexy de pelo negro, largo y con las puntas súper selladas, nos introdujo en el mundo de la relajación, sesión con la que me quedé dormida hasta tal punto que, parece ser, les deleité con un recital de ronquidos. Sólo recuerdo una vez en la que me desperté con una sensación de paz casi similar, fue cuando me sedaron para hacerme una prueba médica. La diferencia es que Roger no me drogó.

El momentazo del día vino cuando, después de esta sesión, nos acogió el segundo monje más importante del monasterio, el encargado de perpetuar la especie lama del Garraf. Esto no quiere decir que tenga que reproducirse, sino que es el que, una vez fallezca el súper jefe, tendrá que viajar por el mundo para encontrar la reencarnación de éste. Visto así, es el señor más importante de este monasterio. Se presentó envuelto en un hábito de monje, con su chal y todo. Era joven, guapo (me lo pareció) y, con una ironía y sarcasmo muy finos y directos, nos dio una mini charla de introducción a la meditación que resultó muy interesante. Eso sí, salí pensando: “Y ahora cuando llegue a Madrid, ¿qué?”. Hicimos más cosas: comimos alimentos benditos por los lamas y le di vueltas a unas ruedas para bendecirme con las que, por no leer las instrucciones y haber hecho ese ritual después de haber comido “alimentos negros” conseguí el efecto contrario, pero bueno.

Lo interesante es que esta mañana me he dado cuenta de que la charla del monje sobre la meditación y la filosofía budista fue muy provechosa. Cuando he llegado al Metro he visto que dos quinquis con un plumas de capucha de pelo y unos 25 años, venían corriendo tras de mí. Cuando han llegado al andén, el metro ya había cerrado sus puertas y se ponía en marcha, por lo que fuera de sí y gritando “Mecagüendios, mecagüendios” la han emprendido a patadas con el tren. Ahí estaban los dos, en mitad del andén 2 de Pueblo Nuevo (Línea 7), como dos toretes dándole puntapiés a los vagones conforme avanzaba el tren . Entonces me ha venido a la cabeza el monje budista tibetano de la semana pasada, el encargado de buscar por el mundo la reencarnación del súper jefe, y he pensado que les diría que no “personalizaran” su ira con el tren porque perder el metro sólo es el efecto de haberse entretenido durante el trayecto. Y llegar tarde a donde quiera que vayan sólo es el efecto de no haber madrugado más. Por lo tanto, ellos se lo han ganado.

En ese momento he dado respuesta a mi pregunta de “Y ahora cuando llegue a Madrid, ¿qué?” y he emprendido mi camino hacia lo que los budistas denominan “el despertar”. Ahora ya veo la vida con otros ojos y he conseguido dar explicación a todos los fenómenos de mi existencia, como por ejemplo, que el cambio de ph que me trae por la calle de la amargura no es mala suerte, es el efecto de una causa: lo bien que me lo estoy pasando.

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