El finde pasado celebré in situ, tras muchos años celebrándolo en la distancia, el cumpleaños de una muy amiga de El Prat del Llobregat. El Prat es ese pueblo barcelonés que, excepto en Catalunya, en el resto de la Península y archipiélagos colindantes (digo esto para no herir sensibilidades porque sinceramente ya no sé cómo referirme al tema España) se conoce por ser la sede de numerosos platós de televisión de los años 80 y principios de los 90. Sin embargo, en Catalunya se conoce por uno de sus principales atractivos turísticos, que no es el río Llobregat que le pone apellido, sino los pollos de pota blava (pata azul). Existe la teoría de que tienen la pata de ese color por la radioactividad de la zona, pero por ahora sólo es una creencia. Dicho esto y una vez he hecho promoción de ese pueblo que, para unos será una cosa; para otros, otra, pero para mí es un retiro espiritual, voy con el tema que nos ocupa.
Mi muy amiga cumplió 34 años la semana pasada y, ya que estaba en Barcelona, decidí apuntarme al plan de celebración que hubiere. Democráticamente, entre todos, decidimos el plan: pasar una jornada en el monasterio budista tibetano del Garraf. Así fue como iniciamos una incursión (para algunos de nosotros era la primera vez pero otros ya habían pasado el curso de 1º de Meditación) por el mundo de los chakras, karmas y respiraciones profundas.
Tengo que reconocer que me fascinó la idea desde el principio. Lo primero que hicimos fue hacer un tour por el palacete, porque los monjes del Garraf no viven en la pobreza ni mucho menos (tampoco hacen voto de celibato ni castidad, dato con el que se ganaron todos mis respetos). Tienen un palacete pequeño pero muy cuco lleno de esculturas de budas varios y fotos de Richard Gere y Jordi Puyol (más otras personalidades catalanas) con los lamas. Fue una visita muy interesante. Después, Roger, un voluntario muy sexy de pelo negro, largo y con las puntas súper selladas, nos introdujo en el mundo de la relajación, sesión con la que me quedé dormida hasta tal punto que, parece ser, les deleité con un recital de ronquidos. Sólo recuerdo una vez en la que me desperté con una sensación de paz casi similar, fue cuando me sedaron para hacerme una prueba médica. La diferencia es que Roger no me drogó.
El momentazo del día vino cuando, después de esta sesión, nos acogió el segundo monje más importante del monasterio, el encargado de perpetuar la especie lama del Garraf. Esto no quiere decir que tenga que reproducirse, sino que es el que, una vez fallezca el súper jefe, tendrá que viajar por el mundo para encontrar la reencarnación de éste. Visto así, es el señor más importante de este monasterio. Se presentó envuelto en un hábito de monje, con su chal y todo. Era joven, guapo (me lo pareció) y, con una ironía y sarcasmo muy finos y directos, nos dio una mini charla de introducción a la meditación que resultó muy interesante. Eso sí, salí pensando: “Y ahora cuando llegue a Madrid, ¿qué?”. Hicimos más cosas: comimos alimentos benditos por los lamas y le di vueltas a unas ruedas para bendecirme con las que, por no leer las instrucciones y haber hecho ese ritual después de haber comido “alimentos negros” conseguí el efecto contrario, pero bueno.
Lo interesante es que esta mañana me he dado cuenta de que la charla del monje sobre la meditación y la filosofía budista fue muy provechosa. Cuando he llegado al Metro he visto que dos quinquis con un plumas de capucha de pelo y unos 25 años, venían corriendo tras de mí. Cuando han llegado al andén, el metro ya había cerrado sus puertas y se ponía en marcha, por lo que fuera de sí y gritando “Mecagüendios, mecagüendios” la han emprendido a patadas con el tren. Ahí estaban los dos, en mitad del andén 2 de Pueblo Nuevo (Línea 7), como dos toretes dándole puntapiés a los vagones conforme avanzaba el tren . Entonces me ha venido a la cabeza el monje budista tibetano de la semana pasada, el encargado de buscar por el mundo la reencarnación del súper jefe, y he pensado que les diría que no “personalizaran” su ira con el tren porque perder el metro sólo es el efecto de haberse entretenido durante el trayecto. Y llegar tarde a donde quiera que vayan sólo es el efecto de no haber madrugado más. Por lo tanto, ellos se lo han ganado.
En ese momento he dado respuesta a mi pregunta de “Y ahora cuando llegue a Madrid, ¿qué?” y he emprendido mi camino hacia lo que los budistas denominan “el despertar”. Ahora ya veo la vida con otros ojos y he conseguido dar explicación a todos los fenómenos de mi existencia, como por ejemplo, que el cambio de ph que me trae por la calle de la amargura no es mala suerte, es el efecto de una causa: lo bien que me lo estoy pasando.