Tenía 17 años cuando leí por primera vez una novela suya, justo la mitad que él cuando la escribió. Estaba en el Instituto y la profesora nos dio a elegir entre La lluvia amarilla o Tiempo de silencio. El título de la segunda me pareció tremendamente triste y, gracias a esa elección, y a ese desconocido sacrificio, conocí a Julio Llamazares.
Nunca había oído hablar de él. Su nombre no estaba entre la colección de libros comprados en bloque que había en casa. No estaba junto con Antonio Machado, Lorca o Kafka. Me prestaron el ejemplar y, por primera vez, leí serena. Hasta entonces había leído queriendo llegar pronto al final para comenzar otra historia. Había pasado los renglones sin detenerme en las palabras. Pero con esta novela aprendí lo que era leer despacio, lento, «tan lento como el pasar de un buey sobre la nieve».
Por primera vez tomé conciencia y también consciencia de lo que era la soledad y la existencia; y una vez lo hube cerrado, ya podía decir que había llorado leyendo una novela.
Desde entonces, durante quince años, lo he recomendado sin cesar y le he hablado a todo el mundo de ese autor de León, semidesconocido, y de su libro. Por eso el domingo me puse guapa para ir a conocerlo a la Feria del Libro. Estaba nerviosa. Iba a poder hablar con ese escritor, con ese poeta que se siente un extranjero en la realidad y que, movido por ese sentimiento de extranjería, escribe.
Cuando lo tuve delante le conté mi historia con su libro, mantuvimos una conversación durante un rato y, por primera vez, compré para mí, y para nadie más, La lluvia amarilla. Me escuchó atentamente tras sus gafas oscuras. Le hablaba mientras escudriñaba sus canas, sus manos… y traté de no perder detalle mientras dibujaba su dedicatoria en la primera página del libro, pensando que quizás con esas letras estaban vestidos muchos de sus poemas.
Cuando terminó, le di una nota que llevaba para él y que reproducía la conversación que había tenido un par de horas antes con un amigo al que le regalé este libro hace poco:
«Tengo una cosa para ti. Es algo que ha ocurrido esta mañana cuando le he dicho a un amigo que iba a conocerte. Me gustaría que te quedaras esta nota para que, si alguna vez se te pasa por la cabeza dejar de escribir, no lo hagas, porque ahí está parte de lo que eres capaz de hacer sentir a una persona» -le dije.
El gesto de humildad que acompañó sus siguientes palabras me hizo recordar un artículo en el que declaraba: «Un escritor no es más que una gota de agua en el río de la literatura por muy importantes que se crean algunos»*. Y con este recuerdo, mi libro dedicado y un beso en cada mejilla, me fui con el eco de sus palabras en este mismo artículo: “Hay mucha gente que escribe, pero hay pocos escritores».
*Artículo al que aludimos: Julio Llamazares: «Las novelas son vidas que no vivimos y que pudimos vivir». El País, 16 de abril de 2013. Leer