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La chica del bus «extraviada»

Ha entrado en el autobús con cara de prisa. Se mueve en zig zag a pesar del gentío. Desde mitad del pasillo la veo acercarse. Tiene el pelo corto, castaño y una media melena que le tapa las orejas. Dos ondas suaves le enmarcan la cara. Si no fuera porque tiene los labios demasiado finos, creería que es francesa (no sé por qué lo de los labios). Su boca, entreabierta, hace muecas intermitentes entre los «por favor» y los «gracias».

Llega a mi sitio, se coloca a mi espalda. En mi nuca, descubierta por el pelo recogido, noto la consecuencia del suspiro que acabo de escuchar y que informa de su llegada al lugar deseado: los últimos coletazos de una ráfaga de aliento. Muevo el cuello de forma inconsciente, como si acabaran de besarme.

Pocos segundos después comienza a quitarse un abrigo de verano. Mueve el bolso de mano y se deja llevar por un vaivén del autobús. Con sus tacones, marca los frenazos y mantiene el equilibrio.

Me roza.

Me roza con su bolso.

El autobús vuelve a parar. Sale más gente, entra más gente. Nos recolocamos como si fuésemos bolas en un recipiente. En ese proceso se coloca delante de mí, de espaldas, a dos palmos. Lo suficientemente cerca como para que me llegue el olor de su perfume.

Lleva un vestido de punto granate, minifaldero. Cualquier hombre heterosexual o mujer homosexual que estuviera en mi lugar estaría ahora mismo a punto de alcanzar el éxtasis, pero yo no, yo rezo. Rezo para que el conductor no frene porque, con sólo un paso que dé hacia atrás, sólo uno, me clavará su magnífico tacón de aguja en mis dedos desnudos.

(#ChicaDelBus que había quedado extraviada entre los borradores de EnLaPalmera de junio de 2014)

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La niña que un día será una mujer

Hace unos días comenzó a llover y, al vuelo, me subí en el bus 34. Me senté frente a una niña que no pasaría los seis años. Vestía un chándal con los puños y los bajos de los pantalones remangados. Pensé que sería heredado. Tenía el pelo liso y negro, por debajo de los hombros, e iba peinada con el pelo suelto y una pequeña trenza que nacía desde el flequillo y terminaba en un coletero naranja, a juego con las franjas del chándal. Sus ojos eran negros y sus labios finos. Su sangre venía del otro lado del Atlántico.

Compartía unos auriculares con su madre. No sé qué escucharía pero casi no le prestaba atención. Todos sus sentidos estaban puestos en lo que había tras la ventana. Estiraba el cuello para alcanzar a ver qué ocurría más allá del cristal mojado por la lluvia.

-Mamá, ¿ahí están los trenes? -dijo al pasar por Atocha.

-Sí -contestó la madre.

-¿Y dónde van?

-A todos los lugares.

-¿A la casa de los abuelitos también?

-No, allí solo llegan los aviones

Mientras, yo la observaba imaginándola como la mujer que será dentro de unos años. Pensaba en que llegará un día en que sufra por amor y en la necesidad que tenemos de crear una sociedad en la que esos amores, aunque sufridos, la traten bien. En la que, como mujer, no se sienta desprotegida, ni amenazada, sino bien querida, bien amada y bien tratada. También reflexionaba sobre nuestra responsabilidad para crear una sociedad en la que pueda ser lo que ella quiera y aspirar a aquello que ella desee, con los mismos derechos que todos los demás, independientemente de su origen, de su género o de cualquier aspecto que todavía hoy, fuera del papel, sigue siendo un condicionante para que todos seamos iguales.

Mientras tanto ella, ajena a lo que la desconocida que tenía enfrente, y a la que miraba a veces de reojo, quería para su futuro, mantenía la cabeza alta escudriñando con la boca abierta el mundo que había fuera de ese autobús. Para ella no había charcos, ni el suelo mojado que veíamos los demás. Sus ojos llegaban justos a la altura de la ventana y, desde ahí, solo veía árboles, edificios altos y, más allá, el cielo.

Al llegar a Cibeles se levantó dispuesta a salir y encontrarse con la lluvia. «Está bien que llueva, así mañana habrá flores», le dijo a su madre. En ese instante se abrieron las puertas, esperó su turno y, mientras quienes iban delante abrían los paraguas o se ponían una chaqueta encima de sus cabezas, ella salió del bus de un saltito y, muy contenta, dijo: «¡Empapada!».

 

 

 

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La mujer de rosa

Ayer tenía la cabeza como una cafetera, llena de problemas. Ni siquiera me había calmado la visita a la filmoteca, ni las cañas con mis amigos en La Provencita (el puesto 23 del Mercado de Antón Martín), ni el paseo por Lavapiés mirando esas pequeñas tiendas de grandes mundos.

Subí al autobús, al 34. Este es un número que me gusta. Me gusta porque me gustan los números pares, pero también porque lleva mis dos números favoritos, el 3 y el 4. Una amiga decía que si cuando te dan a elegir un número, eliges el 3, sueles ganar. Y es cierto. También lleva el número 4, que es un número bonito, sensato. Juntos suman el 7, que dicen es el número de la suerte. Además, si los multiplicas, dan como resultado el 12, que es un número mágico porque cada año la luna gira doce veces alrededor de la Tierra; y en la mitología griega, una de mis grandes pasiones, los principales dioses eran también eran 12: Zeus, Atenea, Apolo, Hera, Afrodita, Hefesto, Poseidón, Hermes, Ares, Artemisa, Hestia y Deméter.

Subí al autobús 34, decía, y me quedé en la puerta del medio, apoyada en la baranda amarilla. Me había dejado olvidada a Rayuela en el trabajo y no tenía con qué entretenerme, así que pensaba, pensaba, pensaba… En esas estaba cuando paró el autobús. Se abrieron las puertas. Fuera esperaba una chica joven con una señora en silla de ruedas. La señora, que estaba más cerca de los 90 que de los 80, iba vestida de rosa completamente, como un algodón de azúcar en una feria. Su cara estaba oculta por una enorme pamela de paja y no pesaría 30 kilos. Parecía un pajarito posada en su silla. Ambas mujeres esperaban. Miraban hacia el conductor. Yo las miraba a ellas. La puerta seguía abierta.

-Perdona, ¿vais a subir en éste? -le dije a la chica.

-Sí, pero tiene que cerrar las puertas para sacar la plataforma.

-Ah, ok. ¿Se lo digo al conductor? ¿Te ha visto?

-Sí, creo que me ha visto, gracias.

Las puertas se cerraron. Las tres, la chica, la señora y yo, estábamos atentas a la plataforma, pero no salía. Fui hacia el conductor.

-Disculpe, esas señoras necesitan que saque la plataforma.

-Creo que se ha roto… -me dijo mientras intentaba solucionarlo.

Volví a mi sitio y les dije: «Se ha roto». En ese momento, entre unos y otros, subimos a la señora al autobús. Me gustó ver que, en unos segundos, un grupo de desconocidos nos habíamos organizado como un ejército de hormigas para ayudar a otra desconocida. Ni siquiera habíamos necesitado hablar y, lo que era mejor, sabíamos que teníamos que hacerlo.

Sería porque tenía la cabeza como una cafetera o porque a veces estás más sensible, pero me gustó pararme a observar que todavía somos capaces de ayudarnos unos a otros sin necesidad de conocernos. Que todavía nos mueve el impulso de la educación, el sentido común y el instinto de ayudar a los demás. Me gustó tanto como ver que, una vez la señora hubo subido al autobús, se quitó su pamela rosa, se atusó sus cuatro pelitos blanco transparente y nos sonrió mientras la chica que la llevaba, que supongo era su hija, se acercaba a su cabeza, cerraba los ojos, le daba un beso e inspiraba su olor.

Igual esta historia os parece una tontería, pero la vi preciosa. Además, consiguió que, durante ese rato, mi cafetera dejara de sonar.

Porque la vida no son las cafeteras, sino otra cosa. La vida es estas cosas.

 

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