Ha entrado en el autobús con cara de prisa. Se mueve en zig zag a pesar del gentío. Desde mitad del pasillo la veo acercarse. Tiene el pelo corto, castaño y una media melena que le tapa las orejas. Dos ondas suaves le enmarcan la cara. Si no fuera porque tiene los labios demasiado finos, creería que es francesa (no sé por qué lo de los labios). Su boca, entreabierta, hace muecas intermitentes entre los «por favor» y los «gracias».
Llega a mi sitio, se coloca a mi espalda. En mi nuca, descubierta por el pelo recogido, noto la consecuencia del suspiro que acabo de escuchar y que informa de su llegada al lugar deseado: los últimos coletazos de una ráfaga de aliento. Muevo el cuello de forma inconsciente, como si acabaran de besarme.
Pocos segundos después comienza a quitarse un abrigo de verano. Mueve el bolso de mano y se deja llevar por un vaivén del autobús. Con sus tacones, marca los frenazos y mantiene el equilibrio.
Me roza.
Me roza con su bolso.
El autobús vuelve a parar. Sale más gente, entra más gente. Nos recolocamos como si fuésemos bolas en un recipiente. En ese proceso se coloca delante de mí, de espaldas, a dos palmos. Lo suficientemente cerca como para que me llegue el olor de su perfume.
Lleva un vestido de punto granate, minifaldero. Cualquier hombre heterosexual o mujer homosexual que estuviera en mi lugar estaría ahora mismo a punto de alcanzar el éxtasis, pero yo no, yo rezo. Rezo para que el conductor no frene porque, con sólo un paso que dé hacia atrás, sólo uno, me clavará su magnífico tacón de aguja en mis dedos desnudos.
(#ChicaDelBus que había quedado extraviada entre los borradores de EnLaPalmera de junio de 2014)