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La principal regla del juego: el inicio inadvertido

Descubrí a José Luis Pardo a raíz de leer «La Intimidad», un estudio sobre las falacias, las ilusiones y las perversiones de este concepto y donde deslinda brillantemente el papel que juega la intimidad en el tablero de la res publica y la res privata gracias al lenguaje.

En su libro «La regla del juego», Premio Nacional de Ensayo 2005, abre la Introducción reflexionando sobre el inicio y el final de los libros, o mejor dicho, sobre el «inadvertido punto de comienzo».

Quiero compartirlo ahora que empezamos un nuevo año, que nos cargamos de propósitos y clavamos en el punto de partida de nuestra nueva existencia un banderín lleno de esperanzas. Quizás ayude pensar que el inicio de nuestros sueños haya pasado inadvertido y que estemos ya viviéndolos.

Aquí os dejo, como regalo de reyes, su pie de página, el secreto del inicio de la principal regla de este juego que es la vida con un mundo lleno de posibilidades.

reglajuego

«Hablando en particular, este libro comienza una tarde en que soplaba un viento inhóspito y absurdo, de esos vientos que, en algunos pueblos, se utilizan para explicar el mal que aqueja a cientos de habitantes diciendo que «se quedaron» así de un aire. Yo estaba lejos de mi casa y, en un gesto que no puedo imaginar, sin cierta perplejidad y cierta sensación de ridículo -el de alguien que se llama a sí mismo a sabiendas de que no habrá respuesta-, marcaba de vez en cuando el teléfono de mi domicilio para escuchar, si los había, los mensajes del contestador automático. Aquel día había uno, pero repetido tres o cuatro veces: era un mensaje equivocado (estaba destinado a otra persona) y, en él, se escuchaba casi todo el rato un fragmento de música ambiental en el que Frank y Nancy Sinatra cantaban ‘Something Stupid’.

Unos minutos antes, me había enterado por la radio de la muerte de un hombre, de unos de los mejores poetas que ha habido en nuestros días. Durante sus últimos tiempos, este hombre había estado escribiendo un libro, un libro que llevaba siempre consigo, que él sabía que sería el último, y del cual sólo la muerte decidiría -como decidió- cuál sería la última página, aunque el hombre siempre decía que su libro no tenía última página, y que ni siquiera su muerte sería capaz de terminarlo y convertirlo en libro. Así que podría decirse que este libro comienza con la muerte de un hombre, aunque ese día yo no supiese que había comenzado.

Igual que las personas, los libros, cuando comienzan, están, como un poco cínicamente se dice, «llenos de posibilidades». El día en que se pone la primera línea de esas posibilidades empiezan a restringirse, y el día en el que se pone la última ya no queda posibilidad alguna, el libro ya no puede ser otro libro más que el que es, el que «ha sido». Así como se habla a menudo de «la angustia de la página en blanco», podría hablarse también de la angustia de la página en negro, de todas las páginas posibles que se han arrojado a la papelera para que esa página precisa fuera real.

La noche que siguió a aquella tarde fue muy sombría, como si todas las páginas en negro posibles se abigarrasen en la espesura del paisaje, más allá del círculo de luz blanca que salía de mi balcón. Como yo entonces no podía saber que se trataba del bosque de un libro que estaba comenzando, veía en aquella «summa» de papeles oscuros los restos de un libro ya escrito, las cenizas de un libro anterior. Ni siquiera imaginaba que, en aquellas hojas descartadas de un libro acabado, había comenzado otro.«

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La amiga filósofa de mi abuela

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Hoy ha venido a visitarme una amiga de mi abuela. La he visto aparecer con su garrota y una bolsa de carne colgada de la muñeca. Venía a verme, a ver qué tal estoy en Madrid, ha dicho. Debería ser al revés, tendría que haber ido yo a visitarla a ella, pero las visitas están en peligro de extinción. Ahora con un whatsapp solucionas la papeleta pero claro, te pierdes momentos.

Desde que ha entrado por la puerta me ha dado una lección filosofía y de postura ante la vida que no podría pagar ni con todo el oro del mundo. Estaba desayunando cuando ha venido.

-¿Qué desayunas, Caminito?

-Un café con leche.

-¡Chorras! Menuda panza vas a poner… ¿Sabes qué he desayunado yo? Un chorizo y una mondarina.

-¡Qué dices!

-Sí, hija mía. Y si no, no me puedo poner en pie… ¿Qué te crees? Si estoy ya viejisma.

En quince minutos que ha estado en casa, veinte a lo sumo, me ha relatado casi toda su vida. ¡Hasta de política hemos hablado! «La vida está muy mal, chica», me decía. «A mí matar no me gusta, ni que maten. Ahora, que roben a los ricos para dar a los pobres, sí. Si por mí fuera, dejaba a tos estos señoritos sin un duro».

Yo qué queréis que os diga, aplaudí por dentro. Quizás, si fuera más valiente de lo que soy, me cargaría a más de uno pero he nacido cobarde. Ahora, todo es ponerse. «Y no te fíes ni de unos ni de otros, que los políticos son como los tíos: cuando quieren trajín, bien que te hacen la planta, y en cuanto los eligen, te dan por culo. Y ¿qué haces? Si todos son igual… Es como dice el refrán: De molino cambiarás pero de ladrón no te librarás«.

Supongo que el símil sodomita hizo que pasara de la política al sexo. Hace tiempo que cumplió los 80, así que no utilizaba un lenguaje muy claro, pero no por eso era menos eficiente.

-Chica, yo ya tuve al pequeño vieja y porque mi marido se «descuidió».  Pero yo no me enteré, qué quieres que te diga, porque nunca me he enterao. Ni siquiera en ese momento que dicen que es tan bien, tan bien… na. Un tontuno. Eso no es ná. Y porque a mí nunca me ha gustao «el oficio», si no, habría tenido 17 porque estos hombres no tenían conocimiento ni contención ninguna.

¡Ahí me dejó patitiesa! Me hizo gracia porque escuchar hablar de sexo a una mujer de esa edad y en esos términos tiene su aquél, pero también es cierto que me dio lástima. Menos mal, pensé, que no nací en esa época, si no me habrían quemado por «oficiosa».

Me dijo muchas más cosas de las que no me acuerdo. Me hubiera gustado grabarla mientras hablaba, pero no tenía el móvil a mano (ese caso entre un millón en el que no lo tengo a mi alcance). Se fue renqueando, con la garrota, la pelerina y su bolsa de carne colgada de la muñeca. Antes de bajar los escalones me dijo: «Te veo muy bien. ¡No engordes más! Tampoco adelgaces. Así estás bien. Porque las modelos éstas que dicen son piel y huesos y eso no le gusta a ningún hombre. Bueno, ni a ningún hombre ni a mí, ¡qué chorra!».

La próxima vez que venga a casa, tengo que hacer una visita.

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