Me gusta poner el café al fuego y prepararlo sabiendo que, en tan solo unos minutos, tendré la casa llena de ese olor que, inevitablemente, asocio a los sábados por la mañana, como a María Callas.
Mientras la cafetera, el café, el fuego y el agua se encargan de aromatizar la casa, pongo el pan a tostar. Bajo la palanca de la tostadora cerciorándome de que las rebanadas están bien colocadas y se van a quedar ahí quietecitas para hacerse crujientísimamente por fuera y blanditas por dentro. Mientras esto ocurre, revoloteo por la cocina cortando las naranjas o sacando el exprimidor, esperando el ¡chas! que convierte los panes en tostadas y que, de un saltito, éstas salgan por encima de la ranura para quedarse al calor.
Una vez oigo el ¡chas!, ya puedo poner en marcha el exprimidor para hacer un zumo con mucha pulpa, que es como debe ser el zumo. A veces lo hago de pomelo rojo y naranja; otras solo de naranja. Siempre con una naranja fría y el resto a temperatura ambiente. Mientras el exprimidor tunela el corazón de la naranja, aprieto los dedos contra él para que sus aristas me den un masaje en las manos, pasando como aspas suaves de un molinillo por las yemas.
Llegado este momento solo me queda darle un gusto a la vista y, mientras el zumo con pulpa reposa, preparo el tomate para pasarlo por el rallador. Lo abro con un corte limpio, pongo un cuenquito y, con una precisión que viene y va debido a mi impaciencia, cuelo la ralladura que sale por sus agujeros. Levanto el rallador ligeramente para verla salir. Rojo, escurridizo, con burbujas y semillas, el tomate rallado se va acumulando lentamente en el fondo del cuenco en forma de montaña roja brillante, como una lava a medias de hacer.
Tras verter el café en la taza y perderlo de vista unas milésimas de segundo por acumulación de vapor, sacar las tostadas, ponerlas en un platito, llenar un vaso de zumo con pulpa reposado, y tener el cuenco más lleno que vacío de tomate, lo sirvo reservando en la mesa un hueco al aceite de oliva y la sal y me dispongo a darle placer al gusto, el último sentido en disfrutarlo, el sentido que pone fin a este festín mañanero con el que amanecen los sentidos cuando te despiertas solo: el desayuno.