Casi cada mañana coincido en la marquesina con tres hermanos. Dos chicas y un chico. Él es el pequeño, aunque de altura es el mayor. Está secuestrado por la fealdad preadolescente. Ellas son guapísimas, de tez mulata y pelo alisado. Están en plena adolescencia y todavía no se han «liberado», como me decía una amiga dominicana cuando hablaba de sus melenas de rizo rizadísimo. Los tres van al colegio.
Muchas de esas mañanas los está esperando dentro del autobús una chica joven, que no pasa los cuarenta y que no comparte con ellos ni rasgos ni tez. Les dice «hola» sin saber muy bien qué se va a encontrar. Es un «hola» temeroso, como el que se dice cuando no las tienes todas contigo; como cuando sabes que ese “hola” puede sembrar la paz o desatar un cataclismo; resignado, como el que se le dice a la persona que te gusta cuando sabes que tienes muy poco o nada que hacer.
Uno a uno los va parando y les da tres besos seguidos en la misma mejilla, con fuerza, sabiendo que podrán ser limitados en número y tiempo pero pueden arañar algo de cariño por su intensidad. Sin embargo, ellos se dejan besar mirando hacia otro lado, como hacen todos los adolescentes, aunque en este caso creo que se debe a una aleación de una cuarta parte de adolescencia, dos de indiferencia y una de amor por ella que no dejan que salga.
Conforme los besa, ellos se van al fondo de autobús y ella se baja en la siguiente parada deseándoles un buen día mientras miran al suelo o por la ventana.
Se va con los ojos llorosos. Es su madre.