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La señora de los tres besos

Casi cada mañana coincido en la marquesina con tres hermanos. Dos chicas y un chico. Él es el pequeño, aunque de altura es el mayor. Está secuestrado por la fealdad preadolescente. Ellas son guapísimas, de tez mulata y pelo alisado. Están en plena adolescencia y todavía no se han «liberado», como me decía una amiga dominicana cuando hablaba de sus melenas de rizo rizadísimo. Los tres van al colegio.

Muchas de esas mañanas los está esperando dentro del autobús una chica joven, que no pasa los cuarenta y que no comparte con ellos ni rasgos ni tez.  Les dice «hola» sin saber muy bien qué se va a encontrar. Es un «hola» temeroso, como el que se dice cuando no las tienes todas contigo; como cuando sabes que ese “hola” puede sembrar la paz o desatar un cataclismo; resignado, como el que se le dice a la persona que te gusta cuando sabes que tienes muy poco o nada que hacer.

Uno a uno los va parando y les da tres besos seguidos en la misma mejilla, con fuerza, sabiendo que podrán ser limitados en número y tiempo pero pueden arañar algo de cariño por su intensidad. Sin embargo, ellos se dejan besar mirando hacia otro lado, como hacen todos los adolescentes, aunque en este caso creo que se debe a una aleación de una cuarta parte de adolescencia, dos de indiferencia y una de amor por ella que no dejan que salga.

Conforme los besa, ellos se van al fondo de autobús y ella se baja en la siguiente parada deseándoles un buen día mientras miran al suelo o por la ventana.

Se va con los ojos llorosos. Es su madre.

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Cuatro Microhistorias

Cuatro microhistorias de un fin de semana lluvioso. Todas encierran una primera vez. Todas juntas conforman una historia; cada una es una historia en sí misma. Todas están dedicadas a Geor.

Historia Uno. Después de hacer yoga, nos sentamos una frente a la otra mientras nos mirábamos a los ojos y escuchábamos de fondo la lluvia en los cristales. Llevamos conociéndonos muchos años, hemos pasado muchas cosas juntas pero nos daba pudor mantenernos la mirada. Las dos intentábamos ver qué se escondía más allá de los ojos de la otra. Al cabo de un rato, cada una puso su mano derecha en el pecho de la otra. Su corazón latía con fuerza contra la palma de mi mano. Pum Pum. Pum Pum. Sé que aquel latido nos ha unido para siempre.

granadas

Historia Dos. Terminamos el desayuno y salimos a pasear. El día anterior habíamos llegado tarde y teníamos curiosidad por saber qué paisaje nos ocultaban los muros de la casa. Nada más salir encontré unas cuantas granadas rendidas a la fuerza de la gravedad. Nunca antes las había visto fuera de un frutero o de una caja.

Historia Tres. Llevaba lloviendo un día y medio. La tierra, rojiza, sudaba lluvia. Pisar por las hierbas y ramitas que se amontonaban en el medio del camino nos dejaba seguir avanzando sanas y salvas. De pronto, a la derecha, se abrió un atajo, un largo pasillo de limoneros que nos llevaba directamente a la casa. Entre frutales y hojas mojadas, mientras nuestros pies se hundían en el barro, avanzamos fotografiando las gotas de lluvia que se habían quedado agarradas en los limones, todavía verdes, brillantes.

limoneros

Historia Cuatro. Me senté en una silla, bajo un soportal. En la mano llevaba unos calcetines secos. Me puse uno de ellos y, de repente, cuando me giré a coger el otro, saltó sobre mis piernas. En un segundo tenía encima un gatito gris. Tras superar ambos el susto de la sorpresa, se hizo un ovillo y se quedó quieto. Durante unos minutos nos acariciamos… Yo le acariciaba el lomo; él estiraba su cuello para tocar con su nariz rosa la mía, mientras esperábamos que llegara Geor. Cuando llegó y se lo conté, muy sabia me dijo: «No pienses que lo ha hecho para darte cariño… Es un gato. Solo buscaba su propio beneficio».

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