Archivos Mensuales: noviembre 2012

La pensión de mis abuelos

Señor Rajoy:

Hoy viernes 30 de noviembre, su Gobierno ha hecho público que no pagará el aumento de la inflación a los pensionistas. Es una decisión más de las que ha tomado a lo largo de su primer año de mandato, que no voy a cuestionar porque no le voté, por lo que no me siento engañada. Me sentiría engañada si hubiera depositado mi confianza en su partido, pero no es el caso. Escribo esto, por tanto, porque en una ocasión usted dijo que su partido escucha a los ciudadanos (y pongo el verbo en presente). Por ello, como ciudadana, le voy a contar una historia:

Tengo tres abuelos, dos de ellos llevan juntos más de 50 años y viven con la pensión de jubilación de mi abuelo. Mi otra abuela cobra una pensión de viudedad mínima.

Mi abuela tiene 89 años y se quedó viuda hace veintidós. Ha tenido cinco hijos y los ha criado en unos tiempos en los que nada era fácil. De hecho, mi madre todavía recuerda anécdotas de las reprimendas que se llevaban por comerse a escondidas las rosquillas que hacía mi abuela para las fiestas del pueblo, y que eran las únicas que probaban a lo largo del año. Y mi abuelo cuenta que sus cinco hermanos, sus padres y él se ponían alrededor de un plato con un huevo frito y aceite a mojar pan, ¡y pobre del que se le ocurriera tocar el huevo!

Supongo que no hará falta que cuente las penurias por las que ha pasado esta generación, la de nuestros abuelos que ahora cobran las pensiones. Yo, afortunadamente, no he vivido esa época, he nacido cuando los ciudadanos ya podían elegir quién les gobernaría, cuando muchas mujeres ya tenían una nómina y un título universitario, cuando la sociedad estaba cicatrizándose y sabíamos que al pasar los Pirineos, además de nevadas, como dice la canción, estaba Europa.

Sin embargo, eso no ha evitado que yo siga viendo a mi abuela mezclar leche con agua para que le dure más; o comerse un corrusco de pan duro a pesar de quedarle dos dientes porque le parece mal tirarlo. Si ve que no va a ser capaz de masticarlo, se hace unas sopas con leche. Vive con la pensión de viudedad mínima y, afortunadamente, por ahora no tiene que mantener a ninguno de sus hijos. Es del Partido Popular, probablemente porque todavía tiene miedo a ser de otro, pero el caso es que le ha votado a usted. Es decir, con su pierna arrastra, porque cojea, ha ido al Ayuntamiento a depositar su confianza en un señor que llegaba a su casa a través de la televisión y prometió no tocar las pensiones.

Ahora, sin embargo, cuando va a comprar paga más por la leche con la que se hace sopas de corruscos de pan, también paga por las medicinas y paga sus impuestos y el IBI de su casa, que en mi pueblo, un pueblo minúsculo de La Mancha, se paga más por metro cuadrado que en el Barrio de Salamanca. También flipa cuando mi madre le da unas natillas, que le vuelven loca, pero que ella no compra por no gastar. Ahorra lo poco de su pensión para cuando se muera, ¡ya ve usted!, y para dárselo a sus hijos, que como hijos, no se lo merecen porque ningún hijo se merece lo que hacen sus padres por ellos.

Por eso, ahora que pasa las noches en casa porque en la suya hace frío y le da miedo dormir sola, cuando la veo aparecer con su hatillo a las 19.30 h por la puerta del salón sin querer molestar, y tras darnos dos besos se va a dormir, la observo alejarse renqueando y veo a una persona que, como todos nuestros abuelos, se ha dejado su vida para sacar adelante un país y una sociedad que, desagradecida, al final de sus días, le roba hasta la comida que se lleva a la boca. Y la pena es que ellos, mis abuelos, nuestros abuelos, como dijo usted hace unos meses, «ya no va a tener otra oportunidad».

Fin de la historia.

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Las prisas de la chica de la cita

Cartel perteneciente a una campaña de Metro en Japón centrada en el respeto entre viajeros

Ayer cuando entré en el Metro escuché unos tacones con paso firme (ta, ta, ta, ta). Conforme se acercaban, aumentaba el ritmo del taconeo. Al llegar a los tornos giré la cabeza y vi que una chica de abrigo gris metía el billete y entraba en el Metro como una exhalación. Yo, que ya soy perra vieja en esto del transporte público, intenté mantener mi paso mientras ella bajaba las escaleras cada vez más deprisa. Unos segundos después, un chico se unió a ella, siendo ya dos los que iban corriendo al andén. Mantuve la calma aunque he de reconocer que aligeré el paso. Pocos segundos después se unió alguien más, y después más, y así fue como en menos de un minuto se desencadenó lo que yo llamo El Efecto Prisas.

El Efecto Prisas es el efecto que se desencadena en el Metro, de repente, cuando a alguien se le ocurre la feliz idea de echar a correr. Esa idea puede venir propiciada por:

A) Un ruido que hace intuir que el tren se acerca

B) Prisas, sin más.

Sin embargo, independientemente de cuál sea el origen, el efecto siempre es el mismo: Si uno corre, los demás corren y, de repente, te ves a diez o doce personas corriendo como descosidos pasillo adelante intentando no perder el Metro. La mayor parte de las veces es una falsa alarma.

Bueno, pues ayer, y sin quererlo, esta chica desencadenó dicho efecto. Yo intenté ser más lista que los demás, mantenerme fría y calculadora como si fuera hija de Mariló Montero: no vas tarde, nadie te espera, tranquilízate, no estás haciéndote pis, no tienes por qué echar a correr… Sin embargo, aun a sabiendas de que faltaban todavía tres tramos de escaleras para llegar al andén, hubo un momento en el que no pude más y me arranqué a correr con mi tartera nueva, mi bolso, los cascos, el gorro, la bufanda arrastras, el abrigo a medias de quitar… Conseguí autosugestionarme hasta tal punto que fui consciente de que había adoptado un gesto de prota de peli de terror.

Cuando quisimos llegar al último tramo de escalera, más que un grupo de viajeros con prisas parecíamos una manada de ñúes huyendo de un ejército de 3.000 hienas pardas. Sin embargo, cuál fue nuestra sorpresa cuando, al llegar al andén, miramos la pantalla y, como suele ocurrir con este efecto, vimos: “Próximo tren en 6 minutos”.  En ese momento, todavía jadeante, miré a la jamelga del abrigo gris con toda la saña con la que se puede mirar a un desconocido (digo jamelga porque me sacaba tres cabezas y era recia, no gorda, sino recia) y me dispuse a esperar acordándome de todos los muertos de Purgatorio.

Cuando entramos al vagón abduje (como diría Peirce) el origen de tanta prisa: tenía una cita. La chica, de pelo negro rizado y raya en medio, sacó de su bolso falso de Tous un neceser pequeño y plateado y comenzó a maquillarse como si le fuera la vida en ello. Primero, antiojeras; luego maquillaje; después knol negro; y por último, se hizo los labios. Esto fue lo que más tiempo llevó: en primer lugar sacó el knol y embadurnó el culo en pintalabios y se los pintó; en segundo lugar, se puso brillo de pincel; y por último, sobre todo lo anterior, cacao.

Temblorosa recogió todo y sacó un libro titulado Eva Luna, que acabo de descubrir que es una telenovela de La Primera, así que entiendo que será el libro que la inspiró. Y con él entre sus manos hizo tiempo mientras un chico, que ni se había percatado de su presencia, hablaba solo con un amigo imaginario.

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Érase una vez un cumpleaños budista en Catalunya

El finde pasado celebré in situ, tras muchos años celebrándolo en la distancia, el cumpleaños de una muy amiga de El Prat del Llobregat. El Prat es ese pueblo barcelonés que, excepto en Catalunya, en el resto de la Península y archipiélagos colindantes (digo esto para no herir sensibilidades porque sinceramente ya no sé cómo referirme al tema España) se conoce por ser la sede de numerosos platós de televisión de los años 80 y principios de los 90.  Sin embargo, en Catalunya se conoce por uno de sus principales atractivos turísticos, que no es el río Llobregat que le pone apellido, sino los pollos de pota blava (pata azul). Existe la teoría de que tienen la pata de ese color por la radioactividad de la zona, pero por ahora sólo es una creencia. Dicho esto y una vez he hecho promoción de ese pueblo que, para unos será una cosa; para otros, otra, pero para mí es un retiro espiritual, voy con el tema que nos ocupa.

Mi muy amiga cumplió 34 años la semana pasada y, ya que estaba en Barcelona, decidí apuntarme al plan de celebración que hubiere. Democráticamente, entre todos, decidimos el plan: pasar una jornada en el monasterio budista tibetano del Garraf. Así fue como iniciamos una incursión (para algunos de nosotros era la primera vez pero otros ya habían pasado el curso de 1º de Meditación) por el mundo de los chakras, karmas y respiraciones profundas.

Tengo que reconocer que me fascinó la idea desde el principio. Lo primero que hicimos fue hacer un tour por el palacete, porque los monjes del Garraf no viven en la pobreza ni mucho menos (tampoco hacen voto de celibato ni castidad, dato con el que se ganaron todos mis respetos). Tienen un palacete pequeño pero muy cuco lleno de esculturas de budas varios y fotos de Richard Gere y Jordi Puyol (más otras personalidades catalanas) con los lamas. Fue una visita muy interesante. Después, Roger, un voluntario muy sexy de pelo negro, largo y con las puntas súper selladas, nos introdujo en el mundo de la relajación, sesión con la que me quedé dormida hasta tal punto que, parece ser, les deleité con un recital de ronquidos. Sólo recuerdo una vez en la que me desperté con una sensación de paz casi similar, fue cuando me sedaron para hacerme una prueba médica. La diferencia es que Roger no me drogó.

El momentazo del día vino cuando, después de esta sesión, nos acogió el segundo monje más importante del monasterio, el encargado de perpetuar la especie lama del Garraf. Esto no quiere decir que tenga que reproducirse, sino que es el que, una vez fallezca el súper jefe, tendrá que viajar por el mundo para encontrar la reencarnación de éste. Visto así, es el señor más importante de este monasterio. Se presentó envuelto en un hábito de monje, con su chal y todo. Era joven, guapo (me lo pareció) y, con una ironía y sarcasmo muy finos y directos, nos dio una mini charla de introducción a la meditación que resultó muy interesante. Eso sí, salí pensando: “Y ahora cuando llegue a Madrid, ¿qué?”. Hicimos más cosas: comimos alimentos benditos por los lamas y le di vueltas a unas ruedas para bendecirme con las que, por no leer las instrucciones y haber hecho ese ritual después de haber comido “alimentos negros” conseguí el efecto contrario, pero bueno.

Lo interesante es que esta mañana me he dado cuenta de que la charla del monje sobre la meditación y la filosofía budista fue muy provechosa. Cuando he llegado al Metro he visto que dos quinquis con un plumas de capucha de pelo y unos 25 años, venían corriendo tras de mí. Cuando han llegado al andén, el metro ya había cerrado sus puertas y se ponía en marcha, por lo que fuera de sí y gritando “Mecagüendios, mecagüendios” la han emprendido a patadas con el tren. Ahí estaban los dos, en mitad del andén 2 de Pueblo Nuevo (Línea 7), como dos toretes dándole puntapiés a los vagones conforme avanzaba el tren . Entonces me ha venido a la cabeza el monje budista tibetano de la semana pasada, el encargado de buscar por el mundo la reencarnación del súper jefe, y he pensado que les diría que no “personalizaran” su ira con el tren porque perder el metro sólo es el efecto de haberse entretenido durante el trayecto. Y llegar tarde a donde quiera que vayan sólo es el efecto de no haber madrugado más. Por lo tanto, ellos se lo han ganado.

En ese momento he dado respuesta a mi pregunta de “Y ahora cuando llegue a Madrid, ¿qué?” y he emprendido mi camino hacia lo que los budistas denominan “el despertar”. Ahora ya veo la vida con otros ojos y he conseguido dar explicación a todos los fenómenos de mi existencia, como por ejemplo, que el cambio de ph que me trae por la calle de la amargura no es mala suerte, es el efecto de una causa: lo bien que me lo estoy pasando.

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Matrimonio, a secas

Ayer el Tribunal Constitucional falló a favor del matrimonio homosexual (no voy a hacer apreciación alguna respecto al término “matrimonio” porque cuando se tiene una clase política que utiliza como utiliza la retórica, debatir esta cuestión me parece obsceno). Siete años ha costado que unos señores se pronuncien sobre la constitucionalidad o no de casarte con quien quieras independientemente de lo que esa persona tenga entre las piernas (y empleo el verbo “querer” como sinónimo de “amar” y de “tener voluntad”).

Lo que quiero exponer en este post es otra cuestión. Siempre me ha chocado que haya que casarse para “formalizar” una relación que va más allá de un papel. Desde mi punto de vista es un intento de privatizar la intimidad, y con ello digo: limitar la libertad de amar a alguien permitiendo que un tercero, como puede ser un juez, decida a todos los efectos qué límite se pone a tus sentimientos. Pero no voy a discutir sobre la “cosa privada” ni lo íntimo, porque no es lo que nos ocupa. Sobre todo porque, visto así, lo de ayer más que un motivo de alegría, sería un ejemplo más de los límites que establecen las instituciones. Por ello, esta reflexión la voy a dejar aquí aparcada, aunque escrita.

Lo que ocurrió ayer vino a demostrar, una vez más, que en la desobediencia está el éxito. Hace poco alguien que me está enseñando muchas cosas decía: “La clave está en desobedecer”, y tiene razón. Durante años, los sentimientos y los impulsos desobedecieron a lo establecido. Las niñas se rebelaron ante la pregunta: “¿Qué niño de clase te gusta?”; los chicos dijeron que el color azul no les representaba; y ambos, hombres y mujeres, le sacaron la lengua al hecho de tener que elegir entre enamorarse de unas o de otros, optando simplemente por amar a personas tanto dentro y fuera de la cama; o simplemente dentro, que tampoco es tan grave.

Me resulta triste que lo que quiera que sea «El Poder Judicial” tenga que escribir en un papel que es legal algo que, desde mi punto de vista, excede a su competencia. Me resulta invasivo que alguien se manifieste contra la legalidad de una cuestión tan íntima como los sentimientos que puedas tener por otra persona; me resulta igual de invasivo como juzgar el hecho de que alguien decida rezar por las noches porque cree que así entrará en el reino de los cielos. Sin embargo, poca gente se plantea que casarse es pasar a formar parte de una institución del mismo modo que ser bautizado es entrar a formar parte de otra, con la única diferencia de que, afortunadamente, en este país te casas de forma voluntaria (especifico lo de “en este país” porque hay culturas en las que es una obligación), mientras que cuando te bautizan lo hacen decidiendo por ti. Sin embargo, la decisión de firmar un papel para oficializar una cuestión íntima es la misma, independientemente de quién la tome, porque éste es otro debate.

Por eso, si me preguntan si estoy contenta o no con la decisión de ayer, he de decir que depende. Por una parte me resulta triste porque este fallo implica que todavía alguien tiene en su mano decidir si prevalece el hecho de con quién podemos compartir nuestra vida sobre el hecho de con quién queremos compartirla. Por suerte, el fallo ha sido positivo, pero podría haber sido al revés. Sin embargo, por otra parte estoy muy feliz porque, en el fondo, estamos hablando de sentimientos y por fin, en esta sociedad para lo que “lo legal” es a veces tan importante y otras baladí, hay escrito en algún lugar que todos tenemos derecho a elegir con quien queremos compartir nuestra vida para siempre, o a ratos.

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