Una de las mayores experiencias de un lector es enfrentarse a las últimas páginas de un libro. Conforme las va pasando ve que el taco de papel adelgaza. A simple vista calcula las páginas que quedan e intenta componer en su cabeza unos cuantos posibles finales.
Hay lectores que, cuando se acercan los últimos renglones, comienzan a experimentar una mutación en su disposición lectora. Leen poniendo en el texto un 110% de atención, como cuando se besa por primera vez. La magnitud de la historia pasa a un segundo plano para centrarse en los detalles, en las inflexiones del texto, en los giros sintácticos… Deja de leer para empezar a escudriñar esa fusión de letras que da lugar a sílabas para componer palabras que creen oraciones. Abre los ojos a posibles mensajes cifrados que redondeen el desenlace y que, de llegar a pasarlos por alto, no se lo perdonaría jamás.
El organismo se alía con el lector y la respiración se tranquiliza, se regula. Se hace profunda en la inspiración, acariciando casi la garganta tras su paso por las fosas nasales, como cuando estás en ese estado de duermevela en el que es lenta y pausada, aunque esta vez silenciosa. El oxígeno se agota en los pulmones durante la espiración, quizás para que el siguiente paso del ciclo no moleste en la lectura. El organismo entero está volcado en esos últimos renglones.
Los sonidos de alrededor desaparecen y, de repente, el lector está sumido en el silencio (alguien me dijo en una ocasión que, cuando eso ocurre, estás meditando). No importa quién grite, ni la puerta que se cierre de golpe. No importa quién le hable porque todos los sentidos se cierran, como cierra sus pétalos una dama de noche en cuanto despunta el primer rayo de sol, para que todos los esfuerzos se centren en la vista.
El ritmo natural de la lectura le lleva a avanzar inevitablemente. La impaciencia por llegar al final lucha, en ocasiones, con la resistencia a terminar la historia. El lector quiere acaparar todos los detalles. Los hechos que han desencadenado esas últimas páginas se suceden velozmente en unos segundos, algo parecido a lo que aseguran haber experimentado aquéllos que han estado cerca de la muerte. Mientras tanto, la lectura sigue avanzado y se ve ahí (y te ves ahí) a punto de terminar una historia cuyos personajes volverán a cobrar vida cada vez que salgan en tus conversaciones; cada vez que los recuerdes porque un gesto de cualquier otro personaje o persona te lleve inexorablemente a ellos; cada vez que, buscando otros libros, tropieces con el lomo serigrafiado que protege su historia.
Pero es al llegar a la última frase cuando tu aliento se paraliza, cuando tu vista hace un zoom y lee de un golpe la frase final. Durante unos segundos ni respiras, oyes, ni sientes. Tan solo posas tus pupilas en la última frase y vuelves a pasar la vista por ella para que, además de tu vista, tú también la leas.
En ocasiones, tras unos instantes, notas que tienes la boca abierta, incluso sientes cierto entumecimiento en la mandíbula. En otras, como me ha pasado hoy a mí, te das cuenta de que tienes lágrimas en los ojos y que esa historia que acabas de terminar te ha derretido un poquito, como se derriten los copos de nieve en la primavera.