Hace años, muchos años, más de veinte, cuando todavía estaba en el colegio, decidimos celebrar el día de San Valentín. Para ello cogimos una caja de zapatos, la envolvimos en papel bonito y le hicimos una abertura en la tapa. Cuando ya estaba bonita, la colocamos en un lugar visible y, justo encima, pusimos un folio que decía: Buzón del Corazón. La idea era poder decirle a alguien que te gustaba o, lo que era más importante, saber si le gustabas a alguien.
Durante todo el día la gente fue pasando por ese lugar para depositar su mensaje o carta de amor en la caja. Cada vez que pasábamos por ahí le echábamos un vistazo.
-¡Hay un mensaje!
-¿Para quién?
-Para fulanita
-Grrrr
Pasó el día de San Valentín y fue tal el éxito del Buzón del Corazón, que decidimos dejarlo toda la semana. La gente se animó y la caja se convirtió en un lugar de peregrinación: «Fulanita, que sepas que me gustas. Firmado, Menganito«, «Te quiero, Fulanito. Firmado: Una chica de tu clase”, «Menganito, me vuelves loco. Firmado Frutanito» (con el consiguiente cabreo de Frutanito). Y así.
Todo era muy chulo, pero pasaban los días y yo no tenía ni un solo mensaje (algo que no me extraña porque, siendo como era la empollona, en el remotísimo caso de que pudiera gustarle a algún chico, ninguno tendría el valor de echar a perder su reputación demostrándome su amor). Tan dramática era mi situación que, cuando fui a dejar el mensaje para el chico que me gustaba, me enteré que ya había recibido uno y se lo había llevado otra más espabilada.
Frustrada, y viendo con temor que se acercaba el fin de semana, decidí hacerlo. Arranqué una hoja de la libreta de cuadritos tamaño cuartilla, le arranqué las hilachas de las anillas y escribí:
“Camino, te quiero. Firmado: Anónimo”
Nerviosa, por si alguien me veía, me dirigí al lugar dispuesta a tener yo también mi mensaje de amor pero, cuando llegué, la caja ya no estaba. Tenía 11 años.