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Y entre vermuts y tortilla pasó Elena

El destino existe, chicos, ¡existe!. Pude comprobarlo ayer por la tarde cuando quedé a tomar un vermut de grifo. En principio todo estaba organizado para ir a la Plaza de Chueca, a la Taberna de Ángel Sierra, porque quería que mi amigo probara esos. Pero cuando llegamos al punto de encuentro, yo estaba con un ataque de hambre que le contagié. Además empezó a chispear y se nos antojó un pincho de tortilla, de esa tortilla que sólo saben hacer en un sitio. Así fue como en cuestión de segundos cambiamos nuestros planes y nos dirigimos a La Ardosa.

Cogimos una mesa de cara a la calle y allí, sentados sobre dos taburetes con respaldo, pedimos unos vermuts y un pinchito de tortilla (menú que ampliamos más tarde con más vermuts, otro pinchito de tortilla, salmorejo de la casa…). Allí echamos la tarde, como dos viejas tras un visillo, viendo pasar a la gente por delante y por detrás, gracias a un avispado y oportuno juego de cristales.

En esas estábamos, hablando de nuestras cosas, cuando de repente me dijo: “¡Mira, Elena Anaya!” Como un resorte giré la cabeza. Lo hice con tanto ímpetu que de haberla tenido metida a rosca en el cuello, ésta habría salido despedida planeando como un molinillo de motor. Era mentira, pero podría haber sido verdad. Seguimos hablando después de las coñas pertinentes y al rato me dice: “¡Natalia Verbeke!”. Hice la misma operación, con un giro de cabeza mucho más suave, directamente proporcional al entusiasmo que ésta me despierta. Una vez más estaba de coña.

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Seguimos con nuestros piquitos de pan y nuestro salmorejo, comiéndonos la tortilla a trozos pequeños para que durara más cuando, de repente, suelta: “¡Hostia, ahora sí, que sí, Elena Anaya!”. Y sí, señores, sí. Elena Anaya cruzaba por la acera de enfrente de La Ardosa pegada a un móvil. Mi amigo dice que me puse a gritar como una adolescente de mi quinta ante Luke Perry (lo de Luke Perry es mío) pero no lo recuerdo. Sólo sé que con su pelo semirecogido y una parca oscura, pasó como una exhalación frente a nosotros.

Aunque no estaba tan nerviosa desde que con quince años conociera a Julen Guerrero, lo primero que hice fue lo que hizo Dominguín tras acostarse con Ava Gardner: ir a contarlo. Adaptándome a los tiempos, esto se resumió en poner un post en Facebook.

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En fin, que esto es de lo mejor que me ha pasado en los últimos meses y estoy muy muy contenta aunque nadie en la oficina me comprenda. A ver si esta tarde el destino tiene a bien ponerme delante a Scarlett Johanson y puedo decirle que ayer, frente a La Ardosa, vi fugazmente a Elena Anaya.

PD. Después aparecieron Blanca Suárez con Miguel Ángel Silvestre, monísima ella también y un pelín gañán él, pero esta historia ya no es tan importante.

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Lo que me sale del hipotálamo

Adoro la forma en que mi cerebro desconecta por las noches. Igual que hay veces en el que lo mataría por estar dos semanas dándome la tabarra con sueños relacionados con algo chungo; hay otras en las que, como anoche, hace clic y sube el telón. Ayer bien habría podido ser el típico día en el que por la noche arraso con todo lo que se ponga por delante, lo que yo conozco como Noches Kill Bill. Sin embargo, mi hipotálamo decidió desconectarme y, en un momento del sueño, me ha regalado un galápago.

Le he puesto de nombre Lenta y era más grande que mis dos manos juntas. Tenía la tripa amarilla y verde con dibujos que se movían como si estuviese mirando a través de un caleidoscopio. Su caparazón era verde con dibujos que simulaban un artesonado pintado a mano; y su cabeza se movía despacio como la de Morla.

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Ilustración de Benjamin Lacombe.

De repente, Lenta empezó a perder su caparazón, los bordes se descascarillaron y poco a poco se fue rompiendo su concha. Su tripa ya no era un caleidoscopio, estaba blandita y todo comenzaba a tomar un color amarronado. Lo primero que pensé, porque en los sueños se piensan esas cosas, es que estaba mudando de concha, igual que las serpientes mudan de piel o los gatos pelechan. Mientras yo dejaba pasar el tiempo, parte de su caparazón se convirtió en un cúmulo de polvo que se derrumbó como un alud en cuanto lo toqué con el dedo.

No sé cuánto tiempo pasó en el sueño y tampoco en la historia pero, cuando quise darme cuenta, Lenta estaba desnudita, tan sólo cubierta por una concha nueva pero pequeña y blanda. Sin artesonados y sin caleidoscopios. Como los sueños son así, de ahí salté a un avión rumbo a California. Mientras esperaba a que despegara, alguien me llamó por teléfono y me dijo que Lenta había muerto. Había perdido su caparazón. Y ahí, con la muerte de Lenta, ha terminado mi sueño.

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La mortaja, un mundo fascinante

Uno de los temas más concurridos en cualquier pueblo de La Mancha que se precie, además de uno de mis favoritos, es el tema de la mortaja. Del mismo modo que las mujeres mayores tienen ropa guardada «para por si ocurre», que es normalmente una muda, un camisón, zapatillas, bata, abrigo…, que guardan celosamente por si un día tienen que salir corriendo (o «de revolance») a un hospital, también tienen preparada una  mortaja. En La Mancha hemos convivido con la muerte desde pequeños, bien desde el punto de vista de la monaguilla que acompañaba al cura a los entierros, o bien por los lutos que han guardado nuestras madres, tías y una señora a la que no voy a nombrar pero que estuvo de luto años y años y años. También hemos convivido con ella celebrando cada año el Día de todos los Santos, en el que nuestras madres hacían ramos de flores para sus muertos, además de rutas «turísticas» por el cementerio para ver de paso quién tiene el ramo más caro. Y, por supuesto, comiendo gachas, que se pueden comer cualquier día de lluvia siempre y cuando no se haya muerto alguien, porque en ese caso, el muerto mete el dedo en la sartén. Pero ninguno de estos motivos es tan fascinante como el tema que nos ocupa: la mortaja.

Fotograma de "Volver", en un típico 1 de noviembre, el Día de todos los Santos en el que los forasteros vienen al pueblo a traer flores y a hartarse a comer

Fotograma de «Volver», en un típico 1 de noviembre, el Día de todos los Santos en el que las lápidas se friegan y las mujeres del pueblo entran en competición callada para ver cuál tiene el ramo de flores más lindo y el menos lindo.

La mortaja es un arte, es el arte de irte al otro barrio bien arreglada. Una de mis abuelas la tiene preparada desde hace años en la planta superior de su casa. Es el hábito de las monjas de “noséqué”, unas monjas muy castas que viven en un convento de un pueblo de al lado y con el que ya le ha dicho a mi madre quiere que la entierren. Todavía recuerdo cuando llevé a casa a mi primer novio y mi abuela, muy solícita, quiso enseñarle la suya. Empezó por la planta de abajo, abriendo armarios para mostrarle la cubertería, la vajilla… y cerrar con un: “Como ves, hijo mío, nosotros somos unos pobres, así que si la quieres así bien y si no, que sepas aquí dinero no vas a encontrar”.  Acto seguido subimos al piso de arriba, le enseñó los dormitorios y, por último, una habitación: «Y ésta, la habitación donde está el traje para el… para el viaje», dijo mientras abría lentamente la puerta. Tan sólo había un mueble bar con unos pañitos, un brasero antiguo reluciente, un baúl pequeño con dos velas rojas a ambos lados alumbrando «el traje para el viaje». Mi pobre novio, muy educado, no salió corriendo por amor y, aunque la relación duró casi tres años, esa fue la última vez que subió las escaleras de la casa de mi abuela.

Para mi abuela, que cree en la vida más allá de la muerte, este tema es importante hasta tal punto que nos ha dicho que cuando muera le metamos en la caja un traje para mi abuelo, que falleció hace muchos años en un hospital y, al no llevar mortaja, «estará por ahí desnudo, el pobre», dice.

Sin embargo, la mortaja no es siempre un hábito, en ocasiones es el vestido de bodas, un traje que simula a la Virgen Dolorosa, un traje chaqueta… Mi otra abuela, por ejemplo, que es muy coqueta, quería ir de Dolorosa pero, como a mí no me gusta, ha optado por un vestido de blonda azul marino, además quiere que la maquillen, la peinen y le pongan pendientes. Es más, ya nos ha dado instrucciones concretas sobre dónde hay que velarla, qué virgen hay que poner frente al féretro, cuántas sillas alrededor de la Virgen y, eso sí, que el maquillaje sea discreto.

En fin, que el mundo que hay alrededor de la mortaja es fascinante por definición, y tal y como se vive en lugares como mi pueblo, mucho más. Desde aquí os invito a introduciros en él sin pudor. Podéis empezar diseñando la vuestra… 😉

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La amiga filósofa de mi abuela

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Hoy ha venido a visitarme una amiga de mi abuela. La he visto aparecer con su garrota y una bolsa de carne colgada de la muñeca. Venía a verme, a ver qué tal estoy en Madrid, ha dicho. Debería ser al revés, tendría que haber ido yo a visitarla a ella, pero las visitas están en peligro de extinción. Ahora con un whatsapp solucionas la papeleta pero claro, te pierdes momentos.

Desde que ha entrado por la puerta me ha dado una lección filosofía y de postura ante la vida que no podría pagar ni con todo el oro del mundo. Estaba desayunando cuando ha venido.

-¿Qué desayunas, Caminito?

-Un café con leche.

-¡Chorras! Menuda panza vas a poner… ¿Sabes qué he desayunado yo? Un chorizo y una mondarina.

-¡Qué dices!

-Sí, hija mía. Y si no, no me puedo poner en pie… ¿Qué te crees? Si estoy ya viejisma.

En quince minutos que ha estado en casa, veinte a lo sumo, me ha relatado casi toda su vida. ¡Hasta de política hemos hablado! «La vida está muy mal, chica», me decía. «A mí matar no me gusta, ni que maten. Ahora, que roben a los ricos para dar a los pobres, sí. Si por mí fuera, dejaba a tos estos señoritos sin un duro».

Yo qué queréis que os diga, aplaudí por dentro. Quizás, si fuera más valiente de lo que soy, me cargaría a más de uno pero he nacido cobarde. Ahora, todo es ponerse. «Y no te fíes ni de unos ni de otros, que los políticos son como los tíos: cuando quieren trajín, bien que te hacen la planta, y en cuanto los eligen, te dan por culo. Y ¿qué haces? Si todos son igual… Es como dice el refrán: De molino cambiarás pero de ladrón no te librarás«.

Supongo que el símil sodomita hizo que pasara de la política al sexo. Hace tiempo que cumplió los 80, así que no utilizaba un lenguaje muy claro, pero no por eso era menos eficiente.

-Chica, yo ya tuve al pequeño vieja y porque mi marido se «descuidió».  Pero yo no me enteré, qué quieres que te diga, porque nunca me he enterao. Ni siquiera en ese momento que dicen que es tan bien, tan bien… na. Un tontuno. Eso no es ná. Y porque a mí nunca me ha gustao «el oficio», si no, habría tenido 17 porque estos hombres no tenían conocimiento ni contención ninguna.

¡Ahí me dejó patitiesa! Me hizo gracia porque escuchar hablar de sexo a una mujer de esa edad y en esos términos tiene su aquél, pero también es cierto que me dio lástima. Menos mal, pensé, que no nací en esa época, si no me habrían quemado por «oficiosa».

Me dijo muchas más cosas de las que no me acuerdo. Me hubiera gustado grabarla mientras hablaba, pero no tenía el móvil a mano (ese caso entre un millón en el que no lo tengo a mi alcance). Se fue renqueando, con la garrota, la pelerina y su bolsa de carne colgada de la muñeca. Antes de bajar los escalones me dijo: «Te veo muy bien. ¡No engordes más! Tampoco adelgaces. Así estás bien. Porque las modelos éstas que dicen son piel y huesos y eso no le gusta a ningún hombre. Bueno, ni a ningún hombre ni a mí, ¡qué chorra!».

La próxima vez que venga a casa, tengo que hacer una visita.

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Dramita mañanero. Caída en el metro.

Acabo de llegar al curro y me voy a tomar cinco minutos para contaros lo que me ha ocurrido hoy en el metro. Me he bajado en la estación de Ciudad Lineal, concretamente por la salida de la calle Albarracín. Todo transcurría como de costumbre (gente, carreras, looks imposibles…) hasta que la he visto. Llevaba un vestido verde (50% algodón, 50% elastán, probablemente), tenía las piernas morenas y fibrosas, pero no en exceso; y, por lo que he podido deducir al verlas, tiene hecha la depilación láser. Su pelo estaba cortado por encima de los hombros y ligeramente ondulado. Morena. Castaña.

Se le adivinaba un tanga. Un tanga que podría ser de Unno u “Ottro”, ésos que intentan imitar a ese “Unno”. Sus chanclas eran de Ipanema, como las mías, sólo que en dorado y naranja.

Cuando la he visto, he pensado: “¡Pero si se ha subido en mi estación!”. Efectivamente, habíamos llegado juntas al metro. Mientras subía las escaleras que llevan a los tornos, miraba el movimiento que hacían sus gemelos al apoyarse en cada escalón. Era un movimiento perfecto. Se ha acercado a los tornos, con rapidez, y ha abierto la barrera con soltura, acompañándose con un gesto de pelo súper tupper grácil.

He bajado de nuevo la vista hacia sus gemelos y ahí estaba, ahí estaba el primer shock de la mañana: andaba con los pies para afuera. ¿Cómo no he podido darme cuenta de eso? Andaba como una señora de 70 años, de ésas que ya tienen los tobillos hinchados. En ese momento, he caído en la cuenta: ¿Y yo? ¿Cómo andaré yo? He intentado prestar atención a mis pasos, a la postura de mis piernas, al apoyo de mis pies sobre mis chanclas Ipanema. Y en ese momento, cuando nos disponíamos ambas a subir las escaleras que salen a la calle, ¡zas! Me he dado una hostia. Me he tropezado con la alcantarilla que hay justo antes del comienzo de las escaleras. Primero he puesto la rodilla, que ha dado en el bordillo del escalón. Las manos, el codo y todo lo demás, ha caído seguidamente. Mi bolsa-bolso de Kling se ha vencido hacia mi pecho y, no sé cómo, me he quedado a cuatro patas en las escaleras del metro y con mi falda verde prado medio subida.

La avalancha de gente ha sido instantánea:

-¿Está bien? –me ha preguntado un macho alfa, uno de ésos que siempre me encuentro cuando estoy en una situación ridícula, pero que esta vez me ha llamado de “usted”, como si no fuera bastante el sofoco que tenía.

-Sí, gracias, solo me he tropezado. Muchas gracias –intentaba decir mientras me recomponía con la mayor dignidad posible de esa postura y esa situación.

-¿Necesita ayuda?

-No, gracias, no…

Como he podido, he subido dignamente las escaleras, intentando poner cara de “aquí no ha pasado nada y no he sido yo la que se ha quedado a cuatro patas en las escaleras del metro”. La gente me miraba como diciendo: “Pobrecita, ¡qué torpe!” o “Vaya hostia” o ¡Qué lerda!, vete tú a saber.

Mientras tanto, yo, disimuladamente, comprobaba que la uña del dedo gordo de mi pie derecho estaba rota, por lo que se me ha ido la pedicura a tomar por saco, y que tenía un rasguño en el índice de ese mismo pie.

La chica del vestido verde me ha adelantado y, mientras lo hacía, con su tanga de “Unno” u “Ottro”, me he dicho a mí misma: “Esto te pasa por chunga, mirona y criticona”.

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