Esperaba leer una bandada de mariposas amarillas marcándole el destino a alguno de sus personajes; pensaba que encontraría una ascensión mariana; un pueblo inexistente. Algún signo que me dijera: Gabriel García Márquez, el amo del realismo mágico. Pero no encontré nada de eso.
En su lugar me encontré al protagonista, un nonagenario, que se cree capaz todavía de cumplir con una hembra. Y a la hembra, una niña de catorce años, obligada a cumplir con el nonagenario. Éstos son los protagonistas de Memoria de mis putas tristes, una de las novelas, desde mi punto de vista, sentimentalmente más delicadas, en cuanto a compleja, de García Márquez.
El argumento se plantea claramente, y en primera persona, desde el principio, a bocajarro. A mí, particularmente, me desagradó. Me aterró imaginarme a un señor que, el día de su 90 cumpleaños, decide darse un homenaje y acostarse con una niña.
No sé si asco es la palabra que mejor describe lo que sentí durante la primera parte del libro. Podía imaginarme perfectamente a ese señor, periodista, alto, corpulento, medio encorvado, putero y, según él, con «un miembro como un caballo», avanzando sudoroso, jadeante y lento por el pasillo del burdel. Y podía imaginarme a la niña, con catorce años, delgadita, morenita y tumbada en un camastro, esperando sedada a que un viejo la desvirgara.
«Aquella noche, descubrí el placer inverosímil de contemplar el cuerpo de una mujer dormida sin los apremios del deseo o los estorbos del pudor».
Sin embargo, conforme avanzaba la historia, en tiempo y en páginas, comencé a plantearme un problema moral. Poco a poco el protagonista empezó a despertarme un sentimiento de compasión profundo, cuando el asco, la angustia y la náusea, desaparecieron. Estaba ante un personaje a priori patético, completamente degenerado; un personaje que había tenido la sangre fría de desnudarse lentamente y prepararse para meterse en la cama con una cría que podría ser su bisnieta. Un personaje que representa una lacra más allá de esas páginas. Sin embargo, me daba pena.
Empecé a verlo desvalido cuando descubrí sus sentimientos, entre ellos el amor, que en este caso, le humanizaba en vez de animalizarle. Se mostraban sus miedos, la cercanía de su muerte, sus ilusiones, sus recuerdos, su lucha por mantenerse vivo… Su insignificancia. Es un personaje que termina completamente abierto en canal y servido en bandeja, para el lector haga con él lo que quiera: descarnarlo a sangre fría o compadecerse.
Quedarse en el primer estadio del libro, en el del asco, es renunciar a viajar por la historia de amor de un hombre al que la vejez le impide seguir siendo hombre; pero que todavía conserva el corazón intacto. Que todavía es capaz de sentir amor, aunque no haya vigor. Y que lo encuentra más allá del placer carnal, lo halla en la contemplación del otro. Renunciar a pasar de estadio es perderse los sentimientos de un personaje que sabe que vive en días prestados.
A lo largo de estos años he leído el libro tantas veces que he perdido la cuenta. Y cada vez que lo repaso, me reafirmo en lo que pensé cuando lo acabé por primera vez: los grandes escritores son aquéllos que consiguen ponerte en jaque.