Archivos Mensuales: enero 2014

Desde la intimidad

-Fíjate, has hablado todo el tiempo de lo que yo he sentido por ti: «Porque tú, porque tú, porque tú…». Y yo he hablado de lo que yo he sentido por ti, pero no has hablado de lo que tú has sentido por mí, de tus sentimientos -le dijo durante la comida-. Eso lo has dejado para tu intimidad.

Y sus sentimientos se habían escapado a través de sus mejillas, rojas como manzanas bañadas en caramelo. Ellos fueron los que dejaron el plato a medias de comer porque ocupaban un amplio espacio en su estómago, los que asomaron a hurtadillas cada vez que reconocían un viejo gesto conocido, y los que batieron su aliento a punto de nieve cuando metió la nariz entre las páginas del libro que le había regalado.

-Pero si te he dicho muchas veces lo que sentía por ti… -contestó ella.

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La historia de amor de un señor desconocido

Hace unos días iba en el autobús leyendo, como siempre. Sentada en el asiento de siempre, en contra del sentido de la marcha. Debí de hacer algún ademán que puso la cubierta del libro lo suficientemente al descubierto para que la viera un señor.

-Estás leyendo uno de los libros favoritos de mi mujer -me dijo.

-¿Sí? Pues dígale a su mujer que me está encantando. Es muy bueno.

-Bueno -dijo soltando a continuación un nudo atascado en la garganta, un mazacote de aliento a medio camino entre el suspiro y risa de resignación- Falleció ya…

-Lo siento…

-No pasa nada -continuó con una sonrisa triste y levantando el labio inferior como queriendo abrigar al superior- tenía alzheimer. ¡Quién le iba a decir, con lo que le gustaba leer, que al final no iba a recordar ninguno de sus libros y que ni siquiera iba a poder coger uno!

-Ya… Debe ser muy triste para la familia.

-Sí, fue muy triste pero llegó un momento en el que, cada vez que le decía «te quiero«, era como si se lo dijera por primera vez. Y poco antes de eso, cuando ella me lo decía, era como si me lo dijera por primera vez también. Y no todo el mundo puede decir que le han dicho «te quiero» por primera vez más que la vez primera.

Sonrió de nuevo triste.

Después me estuvo, y se estuvo, contando que ya no ha vuelto nunca más a fijarse en ninguna mujer, «como si hubieran desaparecido», que se dieron en vida todo el amor que necesitaban «a pesar de no haber sido un amor de estos que te vuelven loco, porque nosotros nunca nos volvimos locos. Lo nuestro fue un amor sosegado, de los que se hacen un día, y otro, y otro… De los de disfrutar el desayuno, leer juntos, pasear…».

Durante el ratito que duró su trayecto compartió conmigo su teoría y su historia de amor, sobreponiendo en todo momento el amor de «crecer juntos» al amor de «caminar dos palmos por encima del suelo».

A veces la vida te pone estas cosas en el camino. Muchas gracias, señor desconocido.

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La asesina de lágrimas

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Ilustración: Benjamin Lacombe

Hace muchos años, mientras andaba en casa de aquí para allá, se dio cuenta de lo mal que se comportaba con sus lágrimas. Cada vez que estas intentaban salir, ella rápidamente ponía su dedo índice en el lagrimal para contenerlas. En ocasiones, las menos, lo conseguía. Otras, a pesar de tener la yema de sus dedos en la puerta de salida, se esparcían por sus ojos saliendo disparadas en cuanto retiraba ese trozo de carne.

Una vez estaban fuera, corrían por sus mejillas despavoridas. Algunas se lanzaban al vacío, utilizando alguna de sus pestañas como trampolín y caían al suelo o se quedaban en su bufanda o en su camiseta; pero otras, más valientes, optaban por hacer el recorrido completo, cuyo fin estaba en su mandíbula, desde donde caían; o incluso en su cuello, a donde llegaban si eran habilidosas.

Pocas de sus lágrimas conseguían llegar al final de su viaje. Algunas, al alcanzar la altura de la boca, eran sorprendidas por su lengua, que se las tragaba a pesar de superar el punto de sal. A otras, en la mayor parte de los casos, las interceptaba el trozo de carne que ella tenía por yema del dedo índice, acompañado casi siempre por el corazón, el anular y, para dar apoyo moral, el meñique. Otras veces  se ponía en sus caminos un pañuelo de papel, que las absorbía hasta no dejar huella, ni si quiera un reguero salado, ni siquiera una leve humedad en las pestañas que indicara que hacía unos minutos habían pasado por ahí.

Desde entonces, desde que tomó conciencia de que se había convertido en una asesina de sus lágrimas, cada vez que llora las deja correr por sus mejillas o saltar desde el trampolín de sus pestañas, permitiéndoles que culminen como quieran su corto periodo de vida. Y a las más tímidas, esas que se acurrucan en la garganta durante unos días haciendo de esta una cuna de tristeza, las invita a salir en la ducha para que cuando broten pasen desapercibidas, como a ellas les gusta.

Actualmente, sus lágrimas y ella, conviven en una relación de respeto mutuo. Las lágrimas saben que las dejará salir y tener su minuto de gloria; ella sabe que, una vez salgan del lagrimal solo vivirán unos segundos y tienen derecho a hacerlo. No obstante, a pesar de este trato, sus lágrimas siempre salen con recelo porque saben que los asesinos siempre vuelven al lugar del crimen.

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Mi memoria de sus putas tristes

Memoria-de-mis-putas-tristesEsperaba leer una bandada de mariposas amarillas marcándole el destino a alguno de sus personajes; pensaba que encontraría una ascensión mariana; un pueblo inexistente. Algún signo que me dijera: Gabriel García Márquez, el amo del realismo mágico. Pero no encontré nada de eso.

En su lugar me encontré al protagonista, un nonagenario, que se cree capaz todavía de cumplir con una hembra. Y a la hembra, una niña de catorce años, obligada a cumplir con el nonagenario. Éstos son los protagonistas de Memoria de mis putas tristes, una de las novelas, desde mi punto de vista, sentimentalmente más delicadas, en cuanto a compleja, de García Márquez.

El argumento se plantea claramente, y en primera persona, desde el principio, a bocajarro. A mí, particularmente, me desagradó. Me aterró imaginarme a un señor que, el día de su 90 cumpleaños, decide darse un homenaje y acostarse con una niña.

No sé si asco es la palabra que mejor describe lo que sentí durante la primera parte del libro. Podía imaginarme perfectamente a ese señor, periodista, alto, corpulento, medio encorvado, putero y, según él, con «un miembro como un caballo», avanzando sudoroso, jadeante y lento por el pasillo del burdel. Y podía imaginarme a la niña, con catorce años, delgadita, morenita y tumbada en un camastro, esperando sedada a que un viejo la desvirgara.

«Aquella noche, descubrí el placer inverosímil de contemplar el cuerpo de una mujer dormida sin los apremios del deseo o los estorbos del pudor».

Sin embargo, conforme avanzaba la historia, en tiempo y en páginas, comencé a plantearme un problema moral. Poco a poco el protagonista empezó a despertarme un sentimiento de compasión profundo, cuando el asco, la angustia y la náusea, desaparecieron. Estaba ante un personaje a priori patético, completamente degenerado; un personaje que había tenido la sangre fría de desnudarse lentamente y prepararse para meterse en la cama con una cría que podría ser su bisnieta. Un personaje que representa una lacra más allá de esas páginas. Sin embargo, me daba pena.

Empecé a verlo desvalido cuando descubrí sus sentimientos, entre ellos el amor, que en este caso, le humanizaba en vez de animalizarle. Se mostraban sus miedos, la cercanía de su muerte, sus ilusiones, sus recuerdos, su lucha por mantenerse vivo… Su insignificancia. Es un personaje que termina completamente abierto en canal y servido en bandeja,  para el lector haga con él lo que quiera: descarnarlo a sangre fría o compadecerse.

Quedarse en el primer estadio del libro, en el del asco, es renunciar a viajar por la historia de amor de un hombre al que la vejez le impide seguir siendo hombre; pero que todavía conserva el corazón intacto. Que todavía es capaz de sentir amor, aunque no haya vigor. Y que lo encuentra más allá del placer carnal, lo halla en la contemplación del otro. Renunciar a pasar de estadio es perderse los sentimientos de un personaje que sabe que vive en días prestados.

A lo largo de estos años he leído el libro tantas veces que he perdido la cuenta. Y cada vez que lo repaso, me reafirmo en lo que pensé cuando lo acabé por primera vez: los grandes escritores son aquéllos que consiguen ponerte en jaque.

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Amores

Ella quería hacer el amor,

él le decía que  hacían el amor cada vez que hablaban.

Ella le respondía que las palabras se las lleva el viento;

él, que lo que se lleva el viento es el polvo.

Vivían amores diferentes.

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