Nunca he contado, nunca por aquí porque fuera de aquí lo cuento siempre que tengo oportunidad, que yo besé a Chavela Vargas. Fue el 1 de julio de 2006, alrededor de las ocho de la tarde.
Por aquel entonces trabajaba en una pequeña productora de televisión y estaba haciendo un reportaje sobre la manifestación del Orgullo Gay, que ese año estaba dedicado a las mujeres (un reportaje con bastante contención porque era para Vocento). Sabía que venía Chavela aunque no tenía la más mínima esperanza de tenerla cerca. Pero la suerte, a veces, se pone de parte de una.
Aquella tarde de verano, la suerte quiso que entrara en Plaza de España en una carroza cuando iniciaba su última canción. La suerte quiso, también, que atravesásemos el cámara y yo la calle por la «zona prohibida» sin que la policía nos dijera nada. La suerte quiso que llegásemos a la valla justo cuando ella bajaba las escaleras.
-¡Chavela! -le grité- ¡Chavela!
Levantó la vista del suelo al bajar el último escalón. Con su poncho a cuestas, como sus años, ayudada por una corte de devotos, porque todo el que ha rodeado a esa mujer ha terminado conociendo la devoción, se encaminó hacia donde estábamos nosotros.
No recuerdo qué le pregunté a la intérprete única de La Llorona, a la amante de mi admirada Frida Kahlo, a la protagonista de las letras de Sabina. Solo recuerdo que, en el escaso minuto que la tuve delante, no dejó de sonreír ni un solo segundo. Poco me importaba el plano ni todo lo que suele importar cuando estás ante un momento irrepetible. Durante esos segundos puse todos mis sentidos al 120% para que no se me escapara ni un gesto de esa mujer.
-¿Le puedo dar un beso? -le pregunté saltándome cualquier norma de profesionalidad.
Y así fue como, con tanta devoción como quienes la rodeaban, le di un beso en la mano con la que me tenía agarrada y otro en la cara.
-Las mujeres tenemos derecho a enamorarnos de quien nos dé la gana -me dijo después de eso, mientras la encaminaban al coche que esperaba para llevarla a algún otro lugar de Madrid.
Ella nunca lo supo pero, después de eso, dejé al cámara tirado y salí corriendo a contarlo, como hizo Dominguín tras pasar una noche con Ava Gardner, a quien dicen que la dama del poncho rojo también despertó un escalofrío, por cierto.
Esta suerte fue lo que recordé ayer cuando recibí un regalo tan maravilloso como inesperado: el cómic La casa azul que cuenta cómo Chavela («con ‘v’, por joder», como ella decía) se enamoró de quien le dio la gana, en este caso de Frida Kahlo. Estoy deseando leerlo despacio, para que dure más. Mil gracias por el regalo.