Aniversarios

 

Hace tres años el cielo de Madrid estaba así. Yo tenía fiebre, como estos días, y el chico que me gustaba en aquel momento se empeñó en ir a buscarme al trabajo para hacerme la tarde más fácil.

Aquel día yo llevaba un jersey de cebra. El jersey más feo que he tenido jamás. Y, debajo de ese jersey, llevaba una camiseta con un gato con tachuelas y brillantes. Tenía cara de gripe (los eneros siempre los he llevado regular a nivel inmunológico) y de nada sirvieron mis intentos por arreglarme (no había quien arreglara aquello). Tampoco sirvieron de nada mis excusas para que no viniera a buscarme. Acepté su propuesta a sabiendas de que, después de esa tarde, no querría saber nada más de mí.

Del trabajo me llevó a la otra punta de Madrid, a mi sesión semanal para vencer los miedos de los chicos malos. Tras eso, me llevó a otra de las puntas a la presentación de un libro de Semiótica a la que me había comprometido a ir. Y, tras eso, me tomé un paracetamol y nos fuimos casi una punta más allá porque quería invitarle a unos mojitos para agradecerle que hubiera hecho las veces de mi chófer particular durante toda la tarde.

Nos tomamos dos mojitos y yo, entre el alcohol y el paracetamol, me puse como Las Grecas. Me partía de risa. Al final invitó él, también a cenar, y sobrellevó con estoicismo que me quedara solo con mi camiseta fea del gato cuando me subieron el alcohol y la fiebre a partes iguales. Podría haber salido corriendo, porque aquella camiseta era realmente horrible, pero me quedaba tan bien, dijo en su momento, que se quedó.

De allí me llevó a otra punta más de Madrid, a la puerta de mi casa. Y yo me despedí con un beso que iba dirigido en un principio a la mejilla, pero que no sé cómo, se desvió. No pude controlarlo. Mil justificaciones puse. Todavía me toma el pelo por aquello.

Hoy hace tres años de aquel día. Yo sigo con fiebre. Él sigue gustándome, cuidándome y haciéndome la vida más fácil. El cielo de Madrid sigue despejado con algunas nubes. Los miedos de los chicos malos han desaparecido. Sigo partiéndome de risa con él. Ya no busco excusas para darle un beso.

 

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La Catalina del Monte

Este fin de semana ha fallecido mi abuela Catalina, aquella boicoteó la primera visita de mi primer novio enseñándole su mortaja.

Mi abuela tenía 93 años y diez meses menos 5 días. Nació en martes y trece. Y de todo ese tiempo solo fue feliz algunos días (o algunos momentos, mejor dicho). Mi abuela no tuvo una vida feliz, bueno, sí la tuvo. La tuvo mientras vivió con sus padres en una aldea que llamaban El Monte. De ahí que a ella se la conociera como La Catalina del Monte.

Sin embargo, a pesar de no ser feliz, mi abuela pasó por esta vida para hacer felices a los demás. Eso era de lo único que se hablaba en el tanatorio: de lo buena que había sido, del hambre que quitó su familia (mi familia), de lo generosa que se mostró siempre y de la predisposición que siempre mantuvo para poner la otra mejilla sin descanso. Una predisposición que nos sacaba a todos de nuestras casillas en muchas ocasiones porque es difícil ver el mundo como lo veía ella.

“Me muero y no te veo casá”, me decía. Y así ha sido. Tampoco me ha visto con hijos ni ha conocido a Pizkita, aunque cuando le quedaban horas me encargué de contarle lo bonita que es. Tampoco conoció a mi chico (a veces queremos ir tan despacio que se nos pasa el tiempo y no hacemos las cosas que tenemos que hacer), aunque en los últimos meses le dije muchas veces que existía y todas las veces reaccionaba como si fuera la primera vez que lo escuchaba: dando palmas (salvo el último día que hablé con ella, que se limitó a preguntarme si era buena persona y si sus padres también lo eran. Al final, eso es lo que importa: que la gente sea buena).

Y sí, también se ha ido sin entender por qué era Anne Igartiburu la que presentaba ese programa en vez de yo, que soy más guapa que ella (los abuelos y la objetividad están inevitablemente enfrentados). Y sin conseguir que volviera al pueblo, que era lo que ella quería: buscar la fórmula para que volviera allí.

El caso es que mi abuela se ha ido y tengo la sensación de que he estado haciendo el imbécil 36 años, dos meses y seis días porque no le di todos los besos que le tendría que haber dado, porque me enfadé con ella más veces de las que debería haberlo hecho y porque no la llevé a misa todas las veces que debería haberla llevado. Y parece, como un martilleo, que quiero escuchar una y otra vez su voz y sus expresiones; y cómo arrastraba los pies por el suelo de casa para andar. Parece que quiero revivir constantemente el cabreo que cogí cuando, el año pasado, la descubrí bajando sola los escalones de casa porque quería fugarse a dar un paseo (mi abuela fue siempre una trotera). Y todavía noto cómo me agarraba la mano, horas antes de irse, para que la sacara de la cama (nunca se le hizo de día acostada, salvo al final).

En fin, que es lunes y, después de un fin de semana sin descanso, caigo en la cuenta de que mi abuela ya no va a estar sentada al lado de la ventana, viendo tras los visillos quién pasa y quién no. Ni me va a dar la lata diciéndome lo que tengo que hacer para cerciorarse de que quedo bien con la gente. Ni va a leer los titulares de la televisión en voz baja y a trompicones. Ni va a decirle guapo a Rajoy mientras yo la miro de reojo pensando: «¡Será posible!». Ni va a decirme que el cura preguntó por mí, porque ella quería que yo me acercara a la Iglesia y dejara de criticarla tanto. Ni va a decirle a otros que yo pregunté por ellos, aunque fuera mentira, aunque solo lo hiciera para que se sintieran bien.

Es en estos momentos cuando caes en la cuenta de que tienes que aprender a convivir con la ausencia de tu abuela, a la que has visto una vez al mes en los últimos 18 años, pero que no importaba porque sabías que estaba ahí. Ahora es distinto, ahora sabes que no está y la buscas en tu casa con la esperanza de que sí, que exista ese plano en el que dicen que se quedan las almas para hacerte compañía. Y si no existe ese plano, deseas que exista el cielo. El cielo y una escalera para llegar a él e ir a visitarla. Y que al llegar te diga ochenta veces:

 

-¿Quieres una madaleneja, rica mía?

Y tú termines diciéndole:

-Que no abuela, ¡qué pesá eres! que noooooo.

 

Pues eso, que la muerte tendría que llegar con una escalera para los que nos quedamos aquí abajo.

 

 

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De locuras, Juana

Retrato de Juana la Loca. Autor: Juan de Flandes.

Hace unos días escribí la palabra “loca” y, acto seguido, me pregunté sobre su etimología. Cuál fue mi sorpresa cuando descubrí que hay un gran debate sobre la procedencia de esta palabra. Tras leer un artículo sobre la postura de Joan Corominas decidí quedarme con mis acepciones favoritas.

Parece ser que una de las posibilidades etimológicas que tiene la palabra “loco”, y que está desestimada, es el latín “luscus” que significa: que tuerce la vista; una posibilidad muy cercana a “lucus”, que significa luz en este mismo idioma.

Ambas posibilidades me parecieron bonitas, pues ¿qué es un loco sino alguien que mira hacia otro lado? ¿Qué es la locura, en muchos casos, sino iluminación?

Sin embargo, todo apunta a que está más relacionado con “locus”, que significa lugar. No sería extraño, a fin de cuentas un loco es alguien cuya mente está en otro lugar, ya sea por locura de amor o locura perenne.

De todos modos, no siempre ha existido la locura ni los locos. El primer escrito que se recoge con la palabra “locura” con el significado que conocemos actualmente es el Cantar de Mío Cid, datado en 1140. En cuanto a “loco”, con este mismo significado, se encuentra en el Fuero de Madrid, de 1141.

Mientras seguimos investigando dónde tuvo su origen etimológico esta palabra, recomiendo leer Elogio de la locura, una obra magnífica y controvertida escrita unos siglos después por Erasmo de Rotterdam, cuando Europa empezó a volverse loca con la imprenta y con la posibilidad de poder interpretar la Biblia.

 

Este post está dedicado a Juana I de Castilla (Juana la Loca), la reina que nunca reinó. Ninguneada primero por su marido, después por su padre y, por último, por su hijo (¡como para mantenerse cuerda!). Hoy se cumplen 462 años de su muerte en Tordesillas.

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Hecha un ovillo

Sonó el despertador con un ruido que ya no es capaz de recordar. Lo ignoró como se ignora la llamada de alguien a quien no quieres contestar; como ignoras a un conocido al no devolverle la mirada, como si con eso consiguieras hacer desaparecer la llamada o la mirada. Quiso hacer que no lo había oído.

Al otro lado de la cama apagaron el despertador, pero siguió hecha un caracol, con los ojos muy cerrados y muy apretados.

Fuera llovía y hacía frío. Dentro, al otro lado de la cama, hacía calor y cogieron su pelo como las pinzas de las máquinas de feria cogen los muñecos, casi sin fuerza. Era una llamada.

Se dio la vuelta y escondió la nariz y la boca entre la almohada, su hombro, su cuello y se agarró fuerte a él con los brazos y con las piernas.

Hecha un ovillo.

#RetazosDeTextos

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De Protocolo y Saber Estar Sentimental

«Nadie pide permiso para irse de una vida. Nada tiene que ver ese momento con ese otro en el que se intenta entrar a formar parte de ella. Debe ser que damos por hecho que las invasiones han de hacerse con un visto bueno o, al menos, con cierto tiento. Sin embargo, el abandono del terreno previamente invadido, y en ocasiones sitiado, se hace de forma unilateral. Es normal, por otro lado. No imagino una situación en la que alguien te pregunte: «¿Te importa que me vaya de tu vida?» porque cabe la posibilidad de que le digas: «Sí, mucho».

Hay gente que cuando se va de tu vida lo hace de forma rápida, tan rápido como se sacan los cuchillos de los costados en las películas.

De todos modos, ¡qué triste es irse de la vida de alguien sin pedir permiso! ¡Qué feo y qué error! Te pasas la vida huyendo a hurtadillas de la persona, y sin hurtadillas de la tristeza y la fealdad, creyendo que no te ven, pensando que lo hiciste bien, esperando en balde que algún día deje de perseguirte».

De «Protocolo y saber estar sentimental».  

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Lorca es para el verano

A Federico García Lorca hay que leerle en verano, cuando la canícula aprieta, cuando la luz que impregna sus obras atraviesa las páginas para cegarte e iluminarte la razón y el corazón.

Todos los veranos releo La Casa de Bernarda Alba; unos, completamente; otros, páginas sueltas. No entiendo el estío sin esta obra. Cada vez que abro este libro soy capaz de sentir el calor que debía caer como plomo en esa casa de almas enlutadas y paredes pulcramente encaladas. Puedo sentir el polvo que levanta el caballo de Pepe El Romano. Seco. Puedo percibir el frescor de Adela, cuando de madrugada se acerca sudorosa y febril a la ventana para que le acaricie la brisa y el hombre… Incluso no resulta difícil imaginar las largas y aburridas tardes bordando de esas pobres, jóvenes y condenadas hijas, sin que corra un pelo de aire en la casa, tan sólo el de los abanicos y el de las envidias, las traiciones y el que levanta la velocidad de los malos pensamientos.

La Casa de Bernarda Alba encarna un drama que sólo puede vivirse en verano. Cuando la locura seca los sesos. Cuando esa quietud que trae la falta de brisa, el calor plomizo y reseco, y la luz que abrasa con tan solo mirarla hace que dejes de respirar para centrar toda tu atención en esta maravillosa obra.

Lorca era un genio.

 

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Los adverbios los carga el diablo

Hoy ha llegado ese momento en el que estás oficialmente, aunque no estrictamente, tan lejos de los treinta como cerca de los cuarenta.

Te recorre un escalofrío.

-Eres joven todavía -te dicen.

Y el adverbio se te clava directamente en el corazón (sientes mientras dibujas con la uña de tu dedo índice derecho la portada de tu libro mientras sonríes agradeciendo el cumplido).

Felicidades, c.

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Etílico*

 

*El vocablo «etílico» procede del griego /aither/, que tiene su origen en la raíz indoeuropea aidh- y significa «quemado». De ahí nos llegan vocablos como «estío» o «estela». No puede ser más bonito.

 

Cuando empecé a leer en Twitter a @lavozdelarra pensé que estaba ante un tipo de unos cuarenta años. No podía imaginar que tras esa fotografía de perfil con bastón y silla de terciopelo incluida se escondiera un veinteañero. Por eso, cuando una mañana de hace casi dos años mientras yo iba camino de Cibeles en el bus 34 y en sentido contrario a la marcha, mucho antes de conocernos y ponernos cara, me dijo que no llegaba a los treinta años, yo, que estoy a punto de llegar al ecuador de la treintena, me sentí más que enana y, sobre todo, vieja.

Nunca imaginé que alguien que tuviera un conocimiento literario tan amplio y tan fino, un olfato crítico tan agudizado y un blog (lavozdelarra.wordpress.com) en el que era capaz de resucitar hasta los miembros del personaje más amputado en cuerpo y alma, no hubiese escrito ningún libro. Por eso, desde la distancia o cercanía que da una red social como Twitter, le animé encarecidamente a que escribiera uno mientras él, con una modestia que sé que no era fingida, venía a decirme algo así como: “¡Y quién me va a leer!”.

 

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Cuando hace unas semanas, con dos copas de vino más una tapa de aceitunas separándonos (digo lo de la tapa porque no quiero que creáis que soy una Sylvia Plath cualquiera y el jugo cayó en estómago vacío), me habló de Etílico experimenté cierta excitación, que casi llegó al grado de sexual, con sólo pensar lo que tendría la posibilidad de leer.

 

 

Etílico, el libro de Carlos Mayoral, es un auto de Poe, Hemingway, Fitzgerald, Plath y Bukowski. Cinco escritores encadenados a la Literatura y al alcohol a partes iguales y cuya supervivencia íntima y literaria se hace pública a través de este autor. El libro se publicará en Libros.com, una editorial de crowdfunding que va más allá haciendo realidad obras de una calidad literaria y creativa exquisitas. Con este tipo de iniciativas tenemos la posibilidad de apoyar una tarea cada vez más ardua: conseguir que salgan a la luz maravillosas creaciones literarias que merecen un hueco en las estanterías físicas o virtuales.

Esta obra se encuentra actualmente en esta fase de búsqueda de mecenas y, desde aquí, os animo a que colaboréis para hacerlo realidad. En estos momentos, cuenta con 71 de los 150 mecenas necesarios para su publicación, y ahora tenemos la posibilidad de convertirnos en uno de ellos y conseguir entre todos llevar, ya no las novelas ni los textos, sino la pasión por la Literatura y sus creadores a nuestras retinas.

CONVIÉRTETE EN MECENAS DE ETÍLICO, que quiero que me queme las manos.

 

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Educación y respeto

Hoy no voy a hablar de Literatura, sino de aporofobia. Es probable que esta palabra resulte tan ajena como la Literatura para muchos, pero es una realidad (no novelada y de terror) con la que convivimos diariamente.

Tengo que reconocer que jamás había escuchado esta palabra hasta que mi amiga Maribel Ramos Vergeles (@maravergel, una mujer maravillosa) comenzó a trabajar en RAIS Fundación en un programa contra los delitos de odio a las personas sin hogar. A partir de entonces, el maltrato que sufren estas personas ha tenido un hueco en la mayor parte de nuestras conversaciones.

Hasta que Maribel comenzó a hablar de ello, nunca me había parado a pensar que no hay nada en este mundo más desprotegido que una persona que huye a ningún sitio, que raramente encuentra el resguardo de cuatro paredes. Esa sensación de llegar a casa a final de un día duro no la tienen; como tampoco la sensación de ser visibles a ojos de los demás, que pasamos a su lado con el mismo sentimiento como si pasásemos al lado de una señal de tráfico. Quizás menos, porque no nos dicen nada. Ni siquiera «peligro«, pueden prenderme fuego esta noche; o «cruce con cuidado«, puede pisarme.

Hoy he visto en el telediario cómo unos desalmados, unos monstruos (perdonad mi poca originalidad, pero no soy capaz de encontrar una palabra que describa a estos energúmenos, o cerdos, en definitiva, con perdón de la especie animal), orinaban encima de una persona sin hogar en Roma. Tengo que reconocer que, antes de ver las imágenes, con sólo escuchar la entradilla, he cogido el mando y he cambiado. Sin embargo, al segundo he vuelto al canal y las he visto.

Ahí estaban, cuatro varones orinando sobre una mujer envuelta en lanas oscuras que rogaba que la dejaran en paz. Los viandantes miraban, sin pararse. Finalmente, la señora se ha levantado y llena de orines ha huido a paso lento a ningún sitio. Por un momento he pensado qué habría hecho yo. ¿Me habría enfrentado a ellos? ¿Habría ayudado a la señora? Pues no sé. Quizás poco podamos hacer en ese momento frente a esos monstruos y, como siempre, la solución esté en la educación a la sociedad de la que todos formemos parte.

Educación y respeto.

 

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Inés

Tenía el pelo rizado, con rizos gordos que comenzaban siendo morenos e iban adquiriendo un tono castaña hasta que, al final, al tocar sus hombros, eran casi rubios. Sonreía. Sonreía siempre. Sonreía a los nuevos, a los de toda la vida, a los que nos había visto un par de veces y a todo el que se le cruzase por su camino.

Paseaba por aquellos pasillos como una exhalación, con la bata abierta, que más que una bata de enfermera parecía la capa de una superheroína.

Ella me gustaba. De hecho, nos gustaba a todos, pero a mí me gustaba más porque quería ser como ella, que entonces tenía 32, creo, y yo 23. Sólo por eso (aunque mientras escribo esto pienso que creo que nos gustaba tanto porque realmente nos cuidaba).

La noche de aquel día estaba frente al televisor mirando, sobre un fondo negro, una interminable lista de nombres y apellidos en letras blancas. La miraba como se miran en las películas las listas de soldados caídos para ver si se tiene alguno entre los muertos. Yo tenía uno.

Tres días después, el domingo 14 de marzo, lo primero que hice al llegar a Madrid no fue ir a casa, no giré a la derecha, sino que anduve, quizás, tres metros más. Desde aquella esquina vi la puerta de su trabajo llena de flores, de peluches, de notas, de cartas, de velas, de pétalos de rosa…

Era todo para ella, era todo para Inés*

*Quien sigue y seguirá viva en mi pensamiento, y en el de muchísimos otros, toda la vida.

 

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